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18 enero 2016

Sorprendidos por un abrazo.


El año santo de la misericordia nos recuerda que «Dios siempre es el primero en amar», sin condiciones, y nos acoge así como somos para abrazarnos y perdonarnos como un padre. 

El apóstol Juan continua hablando a los primeros cristianos sobre los dos mandamientos que Jesús nos ha enseñado: amar a Dios y amar al prójimo. Se lee, de hecho, en el pasaje de su primera carta (4, 7-10) «Queridos hermanos, amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios». Y «esta palabra “amor” es una palabra que se usa muchas veces y no se sabe, cuando se dice, qué significa exactamente». ¿Qué es, entonces, el amor?

Pensamos en el amor de las telenovelas: no, eso no se parece al amor. Eso que parece amor es en realidad entusiasmo por una persona y después se apaga».

La verdadera pregunta, por lo tanto, es: «¿de dónde proviene el verdadero amor?». Escribe san Juan: «Todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios, porque Dios es amor». El apóstol no dice «todo amor es Dios». Lo que dice es «Dios es amor». Y continúa Juan, «Dios nos ha amado tanto que envió a su Hijo unigénito, para que vivamos por medio de él». Por ello, «es Dios quien da su vida en Jesús, para darnos a nosotros la vida». De ahí que, «el amor es hermoso, amar es hermoso y en el cielo habrá sólo amor, la caridad: lo dice Pablo». Y si el amor «es hermoso, se hace siempre fuerte y crece en el don de la propia vida: crece en el darse a los demás».

«En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó». Hago hincapié en que «Dios nos amó primero; él nos ha dado la vida por amor, ha dado la vida y a su Hijo por amor». Por eso «cuando encontramos a Dios, siempre hay una sorpresa: es él quien nos espera primero: es él quien nos encuentra».

En el Evangelio de Marcos (6, 34-44), que narra el episodio de la multiplicación de los panes, invito a mirar a Jesús. «Esa gente lo seguía para escucharlo, porque hablaba como uno que tiene autoridad, no como los escribas». Pero «él miraba a esa gente e iba más allá. Precisamente porque amaba, dice el Evangelio, “se compadeció de ellos”, que no es lo mismo que tener pena». La palabra justa es precisamente «compasión: el amor lo lleva a “sufrir con” ellos, a involucrarse en la vida de la gente». Y «el Señor está siempre ahí, amando primero: él nos espera, él es la sorpresa».

Es precisamente esto lo que le sucede, a «Andrés cuando va a Pedro y le dice: “Hemos encontrado al Mesías, ¡ven!. Pedro va a Jesús, este lo mira y le dice: “¿Tú eres Simón? Serás Pedro”. Lo esperaba con una misión. Antes lo había amado Él».

Lo mismo sucede «cuando Zaqueo, que era pequeño, se subió al árbol para ver mejor a Jesús». Jesús «pasa, mira hacia arriba y dice: “Desciende Zaqueo, quiero ir a cenar a tu casa”. Y Zaqueo, que quería encontrar a Jesús, se dio cuenta que Jesús lo estaba esperando».

También Natanael que «acude a ver a quién dicen que es el mesías, con un poco de escepticismo». A él Jesús le dice: «Te he visto bajo el árbol de higos». Por lo tanto, «siempre Dios ama primero». Lo vemos también en la parábola del hijo pródigo: «Cuando el hijo, que había gastado todo su dinero de la herencia del padre en una vida de vicios, vuelve a casa, se da cuenta que el padre lo estaba esperando. Dios siempre es el primero en esperarnos. Siempre antes que nosotros. Y cuando el otro hijo no quiere ir a la fiesta porque no entiende el comportamiento del padre, el papá va a buscarlo. Y así hace Dios con nosotros: siempre es el primero en amarnos».

Podemos ver en el Evangelio, cómo ama Dios: cuando tenemos algo en el corazón y queremos pedir perdón al Señor, es Él quien nos espera para darnos el perdón».

Este año de la misericordia, «también es un poco esto: que nosotros sepamos que el Señor nos está esperando, a cada uno de nosotros». Y nos espera «para abrazarnos, nada más, para decir: “Hijo, hija, te amo. He dejado que crucificaran a mi Hijo por ti; este es el precio de mi amor, este es el regalo de amor”».

Pensar siempre en esta verdad: «El Señor me espera, el Señor quiere que yo abra la puerta de mi corazón, porque Él está ahí y me espera para entrar». Sin condiciones.

Claro que alguno podrá decir: «Pero, padre, a mí me gustaría pero ¡tengo muchas cosas feas dentro!». A este respecto, «¡Es mejor!¡mejor! Porque te espera, así como eres, no como te dicen que “se debe hacer. Se debe ser como eres tú. Te ama así, para abrazarte, besarte, perdonarte».

De aquí os exhorto a ir sin tardanza al Señor y decir: «Tú sabes, Señor, que yo te amo». O, si «no me siento capaz, decirla de este otro modo: “Tú sabes, Señor, que yo querría amarte, pero soy muy pecador, muy pecadora”». Con la certeza que Él hará como el padre «con el hijo pródigo que se ha gastado todo el dinero en los vicios. No te dejará terminar tu discurso, con un abrazo te hará callar: el abrazo del amor de Dios».


(Homilía del Papa Francisco en Santa Marta)

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