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03 julio 2016

Carta Iuvenescit Ecclesia a los obispos de la Iglesia Católica sobre la relación entre los dones jerárquicos y carismáticos para la vida y misión de la Iglesia.


II. La relación entre dones jerárquicos y carismáticos en el Magisterio reciente

El Concilio Vaticano II

9. El surgir de los diferentes carismas nunca ha faltado en el transcurso de la historia secular eclesiástica, sin embargo, sólo recientemente se ha desarrollado una reflexión sistemática sobre ellos. En este sentido, un espacio significativo para la doctrina sobre los carismas se encuentra en el Magisterio de Pío XII en Mystici Corporis[21], mientras que un paso decisivo en la correcta comprensión de la relación entre los diversos dones jerárquicos y carismáticos se realiza con las enseñanzas del Concilio Vaticano II. Los pasajes relevantes en este sentido[22]indican en la vida de la Iglesia, además de la Palabra de Dios escrita y transmitida, de los sacramentos y el ministerio jerárquico ordenado, la presencia de dones, de gracias especiales o carismas dados por el Espíritu entre los fieles de todas las condiciones. El pasaje emblemático en este sentido es el que ofrece la Lumen gentium, 4: «El Espíritu [...] guía la Iglesia a toda la verdad (cf. Jn 16, 13), la unifica en comunión y ministerio, la provee y gobierna con diversos dones jerárquicos y carismáticos y la embellece con sus frutos (cf. Ef  4, 11-12; 1Co 12,4; Ga 5,22)»[23]. De ese modo, la Constitución dogmática Lumen gentium, en la presentación de los dones del mismo Espíritu, destaca, por la distinción entre los diversos dones jerárquicos y carismáticos, su diferencia en la unidad. Significativas son también las afirmaciones de la Lumen gentium 12 sobre la realidad carismática, en el contexto de la participación del Pueblo de Dios en la misión profética de Cristo, en el cual se reconoce cómo el Espíritu Santo «no sólo santifica y dirige el Pueblo de Dios mediante los sacramentos y los misterios y le adorna con virtudes»,sino que «también distribuye gracias especiales entre los fieles de cualquier condición, distribuyendo a cada uno según quiere (1 Co12, 11) sus dones, con los que les hace aptos y prontos para ejercer las diversas obras y deberes que sean útiles para la renovación y la mayor edificación de la Iglesia».

Finalmente, se describe su pluralidad y sentido providencial: «estos carismas, tanto los extraordinarios como los más comunes y difundidos, deben ser recibidos con gratitud y consuelo»[24].Consideraciones similares se encuentran también en el Decreto conciliar sobre el apostolado de los laicos[25]. El mismo documento señala cómo tales dones no deban ser considerado como opcionales en la vida de la Iglesia; más bien «la recepción de estos carismas, incluso de los más sencillos, procede a cada uno de los creyentes el derecho y la obligación de ejercitarlos para bien de los hombres y edificación de la Iglesia, ya en la Iglesia misma, ya en el mundo, en la libertad del Espíritu Santo»[26].Por lo tanto, los carismas auténticos deben ser considerados como dones de importancia irrenunciable para la vida y para la misión de la Iglesia. Es constante, por último, en la enseñanza conciliar, el reconocimiento del papel esencial de los pastores en el discernimiento de los carismas y en su ejercicio ordenado dentro de la comunión eclesial[27].

El Magisterio post-conciliar

10. En el período que siguió al Concilio Vaticano II, las intervenciones del Magisterio en este sentido se han multiplicado[28]. Para ello ha contribuido la creciente vitalidad de los nuevos movimientos, agrupaciones de fieles y comunidades eclesiales, junto con la necesidad de aclarar la ubicación de la vida consagrada en la Iglesia[29]. Juan Pablo II en su Magisterio ha insistido sobre todo en el principio de co-esencialidad de estos dones: «En varias ocasiones he subrayado que no existe contraste o contraposición en la Iglesia entre la dimensión institucional y la dimensión carismática, de la que los movimientos son una expresión significativa. Ambas son igualmente esenciales para la constitución divina de la Iglesia fundada por Jesús, porque contribuyen a hacer presente el misterio de Cristo y su obra salvífica en el mundo»[30]. El Papa Benedicto XVI, además de confirmar su co-esencialidad, ha profundizado la afirmación de su predecesor, recordando que «en la Iglesia también las instituciones esenciales son carismáticas y, por otra parte, los carismas deben institucionalizarse de un modo u otro para tener coherencia y continuidad. Así ambas dimensiones, suscitadas por el mismo Espíritu Santo para el mismo Cuerpo de Cristo, concurren juntas para hacer presente el misterio y la obra salvífica de Cristo en el mundo»[31]. Los dones jerárquicos y carismáticos están recíprocamente relacionados desde sus orígenes. El Santo Padre Francisco, por último, recordó la «armonía» que el Espíritu crea entre los diferentes dones, y ha convocado a las agregaciones carismáticas a la apertura misionera, a la obediencia necesaria a los pastores[32]y la inmanencia eclesial, ya que «es en el seno de la comunidad donde brotan y florecen los dones con los cuales nos colma el Padre; y es en el seno de la comunidad donde se aprende a reconocerlos como un signo de su amor por todos sus hijos»[33]. En última instancia, es posible reconocer una convergencia del reciente Magisterio eclesial sobre la co-esencialidad entre los dones jerárquicos y carismáticos. Su oposición, así como su yuxtaposición, sería signo de una comprensión errónea o insuficiente de la acción del Espíritu Santo en la vida y misión de la Iglesia.

III. Base teológica de la relación entre dones jerárquicos y carismáticos

Horizonte trinitario y cristológico de los dones del Espíritu Santo

11. Con el fin de comprender las razones subyacentes de las relaciones co-esenciales entre dones jerárquicos y carismáticos es oportuno recordar su fundamento teológico. De hecho, la necesidad de superar cualquier confrontación estéril o extrínseca yuxtaposición entre los dones jerárquicos y carismáticos, se exige por la misma economía de la salvación, que incluye la relación intrínseca entre las misiones del Verbo encarnado y del Espíritu Santo. De hecho, todo don del Padre implica la referencia a la acción conjunta y diferenciada de las misiones divinas: todo don procede del Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo. El don del Espíritu en la Iglesia está ligado a la misión del Hijo, insuperablemente cumplida en su misterio pascual. Jesús mismo relaciona el cumplimiento de su misión al envío del Espíritu en la comunidad creyente[34]. Por esta razón, el Espíritu Santo no puede de ninguna manera inaugurar una economía diferente a la del Logos divino encarnado, crucificado y resucitado[35]. De hecho, toda la economía sacramental de la Iglesia es la realización pneumatológica de la encarnación: por lo que el Espíritu Santo es considerado por la tradición como el alma de la Iglesia, Cuerpo de Cristo. La acción de Dios en la historia implica siempre la relación entre el Hijo y el Espíritu Santo, a quien Ireneo de Lyon sugestivamente llama «las dos manos del Padre»[36].En este sentido, todos los dones del Espíritu están en relación con el Verbo hecho carne[37].

El vínculo originario entre los dones jerárquicos, conferidos con la gracia sacramental del Orden, y los dones carismáticos, distribuidos libremente por el Espíritu Santo, tiene su raíz última en la relación entre el Logos divino encarnado y el Espíritu Santo, que es siempre Espíritu del Padre y del Hijo. Para evitar visiones teológicas equívocas que postularían una «Iglesia del Espíritu», separada y distinta de la Iglesia jerárquica-institucional, hay que subrayar cómo las dos misiones divinas se implican entre sí en todo don concedido a la Iglesia. De hecho, la misión de Jesucristo implica, ya en su interior, la acción del Espíritu. Juan Pablo II, en su encíclica sobre el Espíritu Santo, Dominum et vivificantem, había demostrado la importancia crucial de la acción del Espíritu en la misión del Hijo[38]. Benedicto XVI lo ha profundizado en la Exhortación Apostólica Sacramentum caritatis, recordando que el Paráclito «que actúa ya en la creación (cf. Gn 1, 2), está plenamente presente en toda la vida del Verbo encarnado». Jesucristo «fue concebido por la Virgen María por obra del Espíritu Santo (cf. Mt 1, 18; Lc 1, 35); al comienzo de su misión pública, a orillas del Jordán, lo ve bajar sobre sí en forma de paloma (cf.Mt3, 16 y par.); en este mismo Espíritu actúa, habla y se llena de gozo (cf. Lc 10, 21), y por Él se ofrece a sí mismo (cf. Hb 9, 14). En los llamados “discursos de despedida” recopilados por Juan, Jesús establece una clara relación entre el don de su vida en el misterio pascual y el don del Espíritu a los suyos (cf.Jn16, 7). Una vez resucitado, llevando en su carne las señales de la pasión, Él infunde el Espíritu (cf. Jn 20, 22), haciendo a los suyos partícipes de su propia misión (cf. Jn 20, 21). Será el Espíritu quien enseñe después a los discípulos todas las cosas y les recuerde todo lo que Cristo ha dicho (cf. Jn 14, 26), porque corresponde a Él, como Espíritu de la verdad (cf. Jn 15, 26), guiarlos hasta la verdad completa (cf. Jn 16, 13). En el relato de los Hechos, el Espíritu desciende sobre los Apóstoles reunidos en oración con María el día de Pentecostés (cf. 2, 1-4), y los anima a la misión de anunciar a todos los pueblos la buena noticia»[39].

La acción del Espíritu Santo en los dones jerárquicos y carismáticos

12. Evidenciar el horizonte trinitario y cristológico de los dones divinos también ilumina la relación entre los dones jerárquicos y carismáticos. De hecho, en los dones jerárquicos, en cuanto están relacionados con el sacramento del Orden, es evidente la relación con la acción salvífica de Cristo, como por ejemplo la institución de la Eucaristía (cf. Lc 22, 19s; 1Co 11, 25), el poder de perdonar los pecados (cf. Jn 20, 22s), el mandato apostólico con la tarea de evangelizar y bautizar (Mc 16, 15s; Mt 28, 18-20); es igualmente obvio que ningún sacramento puede ser conferido sin la acción del Espíritu Santo[40]. Por otro lado, los dones carismáticos concedidos por el Espíritu, «que sopla donde quiere» (Jn3, 8), y distribuye sus dones «como quiere» (1 Co12, 11), están objetivamente en relación con la nueva vida en Cristo, porque «cada uno en particular» (1 Co12, 27) es un miembro de su Cuerpo. Por lo tanto, la correcta comprensión de los dones carismáticos sucede sólo en referencia a la presencia de Cristo y su servicio; como lo ha afirmado Juan Pablo II, «los verdaderos carismas no pueden menos de tender al encuentro con Cristo en los sacramentos»[41]. Los dones jerárquicos y carismáticos, por lo tanto, aparecen unidos en referencia a la relación intrínseca entre Jesucristo y el Espíritu Santo. El Paráclito es, al mismo tiempo, quién extiende eficazmente, a través de los Sacramentos, la gracia salvadora ofrecida por Cristo muerto y resucitado, y quién otorga los carismas. En la tradición litúrgica de los cristianos de Oriente, y especialmente en la siríaca, el papel del Espíritu Santo, representado por la imagen del fuego, ayuda a dejar esto muy claro. El gran teólogo y poeta San Efrén dice «el fuego de la gracia desciende sobre el pan y allí permanece»[42], indicando no sólo su acción transformadora relacionada con los dones, sino también en lo que respecta a los creyentes que comerán el pan eucarístico. La perspectiva oriental, con la eficacia de sus imágenes, nos ayuda a comprender cómo, acercándonos a la Eucaristía, Cristo nos da el Espíritu. El mismo Espíritu, mediante su acción en los creyentes, alimenta la vida en Cristo, llevándolos de nuevo a una vida sacramental más profunda, especialmente en la Eucaristía. Así, la acción libre de la Santísima Trinidad en la historia llega a los creyentes con el don de la salvación y, al mismo tiempo les motiva para que correspondan libre y plenamente con el compromiso de la propia vida.

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