En aquel tiempo, viendo Jesús la muchedumbre, subió al monte, se sentó, y sus discípulos se le acercaron. Y tomando la palabra, les enseñaba diciendo: Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos serán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos.
Reflexión.
(Tomada de la página web de la Diócesis de Cartagena. De su Obispo: José Manuel Lorca Planes)
Los cristianos no miramos el futuro con temor, porque la fe nos mantiene en pie,
conocemos el rostro de Dios, por eso seguimos “lavando y blanqueando nuestras
vestiduras”, que tantas veces el pecado mancha. La santidad no reside en las manos, sino en el corazón; no se decide fuera, sino dentro del hombre, y se resume en la caridad. Los mediadores de la santidad de Dios ya no son lugares (el templo de Jerusalén o el monte de las Bienaventuranzas), no son los ritos, objetos y leyes, sino una persona, Jesucristo.
En Jesucristo está la santidad misma de Dios que nos llega en persona. La santidad es
ante todo un don, una gracia. Esta es nuestra meta y nos sentimos felices de pertenecer a Cristo más que a nosotros mismos, porque le hemos costado muy caro, a precio de sangre.
La Iglesia terrena se alegra en esta fiesta en honor de la Iglesia del cielo, al celebrar el
recuerdo de todos estos hombres y mujeres, anónimos en su inmensa mayoría, pero es también un estímulo para seguir peregrinando, seguir caminando alegres, guiados por la fe y gozosos por la gloria de los mejores hijos de la Iglesia; en ellos encontramos ejemplo y ayuda en nuestra debilidad. Será una maravilla esperar la resurrección de la carne, volver a encontrar a los seres queridos, todo gracias a la bondad y misericordia de Dios.
Pero para eso no basta ser buenos, hay que querer ser santos.
(Tomada de la página web de la Diócesis de Cartagena. De su Obispo: José Manuel Lorca Planes)
conocemos el rostro de Dios, por eso seguimos “lavando y blanqueando nuestras
vestiduras”, que tantas veces el pecado mancha. La santidad no reside en las manos, sino en el corazón; no se decide fuera, sino dentro del hombre, y se resume en la caridad. Los mediadores de la santidad de Dios ya no son lugares (el templo de Jerusalén o el monte de las Bienaventuranzas), no son los ritos, objetos y leyes, sino una persona, Jesucristo.
En Jesucristo está la santidad misma de Dios que nos llega en persona. La santidad es
ante todo un don, una gracia. Esta es nuestra meta y nos sentimos felices de pertenecer a Cristo más que a nosotros mismos, porque le hemos costado muy caro, a precio de sangre.
La Iglesia terrena se alegra en esta fiesta en honor de la Iglesia del cielo, al celebrar el
recuerdo de todos estos hombres y mujeres, anónimos en su inmensa mayoría, pero es también un estímulo para seguir peregrinando, seguir caminando alegres, guiados por la fe y gozosos por la gloria de los mejores hijos de la Iglesia; en ellos encontramos ejemplo y ayuda en nuestra debilidad. Será una maravilla esperar la resurrección de la carne, volver a encontrar a los seres queridos, todo gracias a la bondad y misericordia de Dios.
Pero para eso no basta ser buenos, hay que querer ser santos.
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