...o un joven para encauzar su vida y sacarle partido.
Pero la educación es, al mismo tiempo, una trampa. Porque, a la vez que nos encauza, nos limita: nos limita a una cultura en concreto (aquella a la que pertenecemos ), a un modo concreto de ver las cosas; nos integra en una moral determinada; nos inculca una categoría de valores, que hará muy difícil cualquier cambio de mentalidad posterior.
Es decir, que la educación nos abre y nos cierra, nos libera y nos esclaviza, nos da alas y nos ata.
La educación ideal sería aquella que educara en la LIBERTAD, una libertad que nos capacitara para acoger la vida en toda su plenitud, toda la vida.
Es lo que suelen hacer, de modo inconsciente, las madres: ellas transmiten actitudes básicas como la misericordia, que se abrirá siempre más y más; el sentimiento de armonía, que cada uno podrá ir luego desarrollando; la generosidad y la capacidad de sacrificio para las causas que merecen la pena, el amor más allá de la justicia...
Pero hay valores que no siempre se nos enseñan, o no a todos: el espíritu crítico, por ejemplo, que anima a cuestionarse muchas cosas, incluso de las "incuestionables", la percepción de la multiforme riqueza de la realidad, más allá de esquemas interprelativos simplistas; la capacidad de convivir con el riesgo, sin seguridades paralizantes; el coraje para soportar noches oscuras (frente a la tentación de buscar fáciles entornos cálidos y acogedores)... En definitiva, el valor de madurar, de crecer, de echarse a volar por cuenta propia.
Para muchos, la madurez consiste solo en refugiarse en unas seguridades conocidas y dejar de hacerse preguntas, que es tanto como renunciar a vivir. Y, cuanto más acrítica sea esta postura, más fanáticos e intransigentes se vuelve la defensa de lo suyo frente a los libres, los críticos, los creativos.
Esos tales nunca maduran: se pudren.
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