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28 agosto 2016

Reflexión del XXII domingo del Tiempo Ordinario.


El domingo pasado, las lecturas nos hablaban no de “cuántos” nos vamos a salvar, sino de “cómo” nos vamos a salvar. Veíamos como lo importante no es el número.
Entrar por la puerta estrecha, significa esforzarnos, perdonar a los enemigos, a los que nos hacen daño. No ser rencorosos… El amor, sólo el amor nos ayudará a entrar en el cielo.
Dios reunirá a todos los de la tierra sin mirar nuestra procedencia, si tenemos más o menos. No tengamos miedo a ir por todo el mundo y anunciar la verdad del Evangelio.
Él, como Padre Misericordioso, nos ayuda a ir superando cada momento y circunstancias que la vida nos va poniendo delante. Nunca nos abandona ni nos deja de lado.
Y en el Evangelio veíamos, como Jesús, no “juega” a castigar a unos y apremiar a otros, no. Nos pide que nos esforcemos por ir construyendo el Reino con nuestra propia vida, en cada acontecimiento. Porque que entremos o no por la puerta estrecha, no depende de Dios sino de nosotros. Él nos da la libertad.

En este domingo XXII del Tiempo Ordinario, las lecturas nos llaman a la humildad.
El ser humilde nos ayuda a poder entender con sencillez y verdad el Evangelio. Solo con humildad, podremos llegar a todas las personas. Desde el abajamiento de nuestra persona, como veremos en el Evangelio de hoy, desde el ser último, seremos ensalzados.
El ser humano, por excelencia, siente la necesidad de ser, situarse en los mejores puestos, querer estar sobre los demás. Hay muchos tipos de normas en nuestra sociedad por las que cada uno debe situarse según su valía. En actos públicos, religiosos, las autoridades civiles o religiosas ocupan uno u otro lugar. Todo se mueve por escalafones.
Inclusive, en nuestras propias celebraciones, y lo más penoso, que hasta en las propias catedrales. Cuando hay una celebración, se usa “protocolo”. Cuando los obispos pronuncian sus homilías, saludan en formas jerarquizadas… Pero Jesús, hoy, rompe con todo eso. Nos pide que tengamos humildad, que cojamos el último puesto, porque así, podremos llamarnos dichosos. Porque todos somos iguales, sin distinción.

En la Primera Lectura del libro del Eclesiástico, nos da un consejo: “Hijo mío, en tus asuntos procede con humildad y te querrán más que al hombre generoso”. Esto quiere decir que debemos hacernos pequeños, que no podemos ir con aires de superioridad por la vida. No podremos llegar a Dios si no nos abajamos, si no reconocemos que Él, es grande ante nosotros. Ser creídos, creernos los mejores, es uno de los pecados que hay actualmente contra la humildad. Si seguimos por ese camino de la idolatría a uno mismo, nos iremos apartando cada vez más de Dios porque, estaremos centrados en nuestro yo y en adornarlo para que todos puedan vernos lo mejores.

En la Segunda Lectura de la carta a los Hebreos, nos habla que para llegar a Dios, hay que pasar por Jesús, que es el verdadero camino y directo al Padre. Él es el camino, la verdad y la vida, como leemos en el evangelio de Juan. Él es el mediador de la Nueva Alianza, puente entre Dios y la comunidad. La vida florece cuando está impregnada de amor, sin deseo de protagonismo. El último puesto es el de “libre elección” que deberíamos ocupar todos los cristianos, porque así haremos que se vaya perdiendo los puestos de arriba y abajo.

En el Evangelio de Lucas, el Señor nos aconseja que la humildad debe convertirse en un dogma para los que nos consideramos cristianos. Ser discípulo de Jesús, es una elección libre y voluntaria, y por ser libre, debemos ocupar el último puesto. La palabras de Jesús en el evangelio, nos muestra una regla-consejo: renunciar a darse importancia, invitar a quienes no pueden correspondernos, dar preferencia a los demás… Quién actúa con humildad y sencillez, merece ser llamado bienaventurado.
Nuestra sociedad, nos llama a ser los mejores, nos invita a que nos juntemos con gente importante, a ser famosos, a que nos tengan envidia… Pero, el Evangelio nos llama a otra cosa muy distinta.
En este domingo, debemos meditar que puesto queremos. ¿Queremos un puesto donde cuanto más alto lleguemos, la caída sea más fuerte? ¿O queremos vivir con humildad para que podamos llegar a todos por igual?
Con humildad y sencillez, podremos ser: “Evangelios Vivos”, testimoniando con nuestra propia vida.

Pidamos a la Virgen, madre de la verdadera Misericordia que nos ayude a ser humildes, a no ponernos en los puestos importantes, que no busquemos títulos ni honores que no dan la felicidad. Que ella interceda por nosotros, para que llevemos una vida acorde al Evangelio, respuesta clara a los más humildes y sencillos.
Que San Agustín, nos ayude a convertirnos con radicalidad como el lo hizo, y podamos decir en cada momento de nuestra vida: “Un solo corazón hacia Dios”.
Que así sea.

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