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25 agosto 2016

No desperdiciemos la vida como si fuera un videojuego o una telenovela.


El objetivo de la vida es alcanzar la salvación eterna y por ello no se deben desperdiciar las tantas ocasiones que ofrece el Señor, como si el paso por este mundo fuese un video juego o una telenovela.

Reflexionemos sobre el Evangelio de hoy: “Señor, ¿es verdad que son pocos los que se salvan?.
Jesús no da una respuesta directa, sino coloca el debate a otro nivel, con un lenguaje sugestivo, que al inicio tal vez los discípulos no entienden: Traten de entrar por la puerta estrecha, porque les aseguro que muchos querrán entrar y no lo conseguirán.
Con la imagen de la puerta, Él quiere hacer entender a sus espectadores que no es cuestión de números cuantos se salvarán , no importa saber cuántos, sino es importante que todos sepan cuál es el camino que conduce a la salvación: la puerta, que es Jesús mismo.

El Señor nos ofrece tantas ocasiones para salvarnos y entrar a través de la puerta de la salvación. Esta puerta es una ocasión que no se debe desperdiciar: no debemos hacer discursos académicos sobre la salvación, como aquel que se había dirigido a Jesús, sino debemos aprovechar las ocasiones de la salvación.
Porque a cierto momento el dueño de casa se levantará y cerrará aquella puerta, como nos lo ha recordado el Evangelio. Pero si Dios es bueno y nos ama, ¿Por qué cierra la puerta, cerrará la puerta a cierto momento? Porque nuestra vida no es un videojuego o una telenovela; nuestra vida es seria y el objetivo a alcanzar es importante: la salvación eterna.
La puerta de la salvación es estrecha no porque sea opresiva, no; sino porque nos exige restringir y contener nuestro orgullo y nuestro temor, para abrirnos con el corazón humilde y confiado a Él, reconociéndonos pecadores, necesitados de su perdón.
Por esto es estrecha: para contener nuestro orgullo, que nos hincha. ¡La puerta de la misericordia de Dios es estrecha pero siempre abierta de par en par para todos! Dios no tiene preferencias, sino recibe siempre a todos, sin distinción. Una puerta, es decir, estrecha para restringir nuestro orgullo y nuestro temor, abierta de par en par para que Dios nos reciba sin distinción.

En ese sentido, aseguró que la salvación que Él nos dona es un flujo incesante de misericordia: un flujo incesante de misericordia, que derriba toda barrera y abre sorprendentes perspectivas de luz y de paz. La puerta estrecha pero siempre abierta: no olviden esto. Puerta estrecha, pero siempre abierta de par en par.

Jesús hoy nos dirige, una vez más, una urgente invitación a ir con Él, a atravesar la puerta de la vida plena, reconciliada y feliz. Él nos espera a cada uno de nosotros, cualquier pecado que hayamos cometido, cualquiera, para abrazarnos, para ofrecernos su perdón. Solo Él puede transformar nuestro corazón, solo Él puede dar sentido pleno a nuestra existencia, donándonos la alegría verdadera.
Entrando por la puerta de Jesús, la puerta de la fe y del Evangelio, nosotros podremos salir de las actitudes mundanas, de los malos hábitos, de los egoísmos y de las cerrazones. Cuando hay contacto con el amor y la misericordia de Dios, hay auténtico cambio. Y nuestra vida es iluminada por la luz del Espíritu Santo: ¡una luz inextinguible!.

Pensemos ahora, en silencio, un momento, en las cosas que tengo dentro de mí y que me impiden travesar la puerta: mi orgullo, mi soberbia, mis pecados. Y luego, pensemos en la puerta, aquella abierta por la misericordia de Dios que de la otra parte nos espera para dar el perdón. Un momento, en silencio, pensemos en estas dos puertas.

Pidamos a la “Virgen María, Puerta del Cielo, (…) que nos ayude a aprovechar las ocasiones que el Señor nos ofrece para atravesar la puerta de la fe y entrar así en un largo camino: es el camino de la salvación capaz de acoger a todos aquellos que se dejan involucrar por el amor. Es el amor que salva, el amor que ya en la tierra es fuente de bienaventuranza de cuantos, en la benignidad, en la paciencia y en la justicia, se olvidan de sí mismos y se donan a los demás, especialmente a los más débiles.

(Meditación del Papa Francisco, 21-8-2016)

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