“No se puede seguir a Jesús sin seguir a la Iglesia. Quien cede a la tentación de ir por su cuenta corre el riesgo de no encontrar nunca a Cristo". (Papa Benedicto XVI).
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11 junio 2016
Segunda meditación del Papa Francisco en el Jubileo de los Sacerdotes.
Después de haber rezado por la "dignidad avergonzada" y la "vergüenza digna", que es el fruto de la misericordia, sigamos adelante en esta meditación sobre el "receptáculo de la Misericordia". Es sencilla. Podría decir una frase e irme, porque es una sola: el receptáculo de la Misericordia es nuestro pecado. Es tan simple. Sin embargo, a menudo sucede que nuestro pecado es como un colador, como una jarra agujereada de la cual se escurre la gracia en poco tiempo: «Porque dos males ha hecho mi pueblo: me ha abandonado a mí, fuente de aguas vivas, para hacerse cisternas, cisternas agrietadas que no retienen el agua» (Jr 2,13). De ahí la necesidad que el Señor explicita a Pedro de «perdonar setenta veces siete». Dios no se cansa de perdonar, pero somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón. Dios no se cansa de perdonar, también cuando ve que su gracia pareciera que no termina de echar raíces fuertes en la tierra de nuestro corazón, que es camino duro, lleno de maleza y pedregoso. Es simplemente porque Dios no es pelagiano y por eso no se cansa de perdonar. Él regresa nuevamente a sembrar su misericordia y su perdón, y regresa y regresa y regresa…setenta veces siete.
Corazones recreados
Sin embargo, podemos dar un paso más en esta misericordia de Dios que es siempre «más grande que nuestra conciencia» de pecado. El Señor no sólo no se cansa de perdonarnos sino que renueva también el odre en que recibimos su perdón. Utiliza un odre nuevo para el vino nuevo de su misericordia, para que no sea como un vestido con remiendos ni un odre viejo. Y ese odre es su misericordia misma: su misericordia en cuanto experimentada en nosotros mismos y en cuanto la ponemos en práctica ayudando a otros. El corazón misericordiado no es un corazón emparchado sino un corazón nuevo, re-creado. Ese del que dice David: «Crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme» (Sal 50,12). Este corazón nuevo, re-creado, es un buen recipiente.
La liturgia expresa el alma de la Iglesia cuando nos hace decir esa hermosa oración: «Oh Dios, tú que maravillosamente creaste el universo, y más maravillosamente lo recreaste en la redención» (Vigilia Pascual, Oración después de la Primera Lectura). Por lo tanto, esta segunda creación es más maravillosa que la primera. Es un corazón que se sabe recreado gracias a la fusión de su miseria con el perdón de Dios y, por eso, «es un corazón misericordiado y misericordioso». Es así: experimenta los beneficios que la gracia tiene sobre su herida y su pecado, siente cómo la misericordia pacifica su culpa, inunda con amor su sequedad, reaviva su esperanza. Por eso, cuando, al mismo tiempo y con la misma gracia, perdona al que tiene alguna deuda con él y se compadece de los que también son pecadores, esta misericordia arraiga en una tierra buena, en la que el agua no se escurre sino que da vida. En el ejercicio de esta misericordia que repara el mal ajeno, ninguno es mejor para ayudar a curarlo, que aquel que mantiene viva la experiencia de haber sido misericordiado. Mírate a ti mismo, recuerda tu historia, cuéntate tu historia y encontrarás tanta misericordia. Vemos cómo, entre los que trabajan en adicciones, los que se han rescatado suelen ser los que mejor comprenden, ayudan y exigen a los demás. Y el mejor confesor suele ser el que mejor se confiesa. Y podemos hacernos la pregunta: ¿cómo me confieso? Casi todos los grandes santos han sido grandes pecadores o, como santa Teresita, tenían conciencia de que era pura gracia preveniente el hecho de que no lo hubieran sido.
Así, el verdadero recipiente de la misericordia es la misma misericordia que cada uno ha recibido y le ha recreado el corazón; ese es el «odre nuevo» del que habla Jesús (cf. Lc 5,37), el «hueco sanado».
Nos situamos así en al ámbito del misterio del Hijo, de Jesús, que es la misericordia del Padre hecha carne. La imagen definitiva del receptáculo de la misericordia la encontramos a través de las llagas del Señor resucitado, imagen de la huella del pecado restaurado por Dios, que no se borra totalmente ni supura: es cicatriz, no herida purulenta. Las heridas del Señor. San Bernardo tiene dos sermones bellísimos sobre las heridas del Señor. Ahí, en las heridas del Señor encontramos la misericordia. Él es valiente, dice: ¿Te sientes perdido? ¿Te sientes mal? Entra ahí, en las entrañas del Señor y ahí encontrarás misericordia. En esa «sensibilidad» propia de las cicatrices, que nos recuerdan la herida sin doler mucho y la curación sin que se nos olvide la fragilidad, allí tiene su sede la misericordia divina: en nuestras cicatrices. Las heridas del Señor, que permanecen todavía, las ha llevado consigo: el cuerpo bellísimo, los moretones no están allí, pero las heridas ha querido llevarlas consigo. Y nuestras cicatrices. A todos nos sucede, cuando vamos al médico y tenemos algunas cicatrices, el médico nos dice: “¿Pero esto qué cosa era?". Miremos las cicatrices del alma: esto que has hecho Tú, con Tú misericordia, que has curado Tú… En la sensibilidad de Cristo resucitado que conserva sus llagas, no sólo en sus pies y en sus manos, sino que también su corazón es un corazón llagado, encontramos el sentido justo del pecado y de la gracia. Contemplando el corazón llagado del Señor nos espejamos en él. Se asemejan, nuestro corazón y el suyo, en que los dos están llagados y resucitados. Pero sabemos que el suyo era puro amor y quedó llagado porque aceptó ser vulnerado; el nuestro, en cambio, era pura llaga, que quedó sanada porque aceptó ser amada. En esa aceptación se forma el receptáculo de la Misericordia
Nuestros santos recibieron la Misericordia
Puede hacernos bien contemplar a otros que se dejaron recrear el corazón por la misericordia y mirar en qué «receptáculo» la recibieron.
Pablo la recibe en el receptáculo duro e inflexible de su juicio moldeado por la Ley. Su dureza de juicio lo impulsaba a ser un perseguidor. La misericordia lo transforma de tal manera que, a la vez que se convierte en un buscador de los más alejados, de los de mentalidad pagana, por otro lado es el más comprensivo y misericordioso para con los que eran como él había sido. Pablo deseaba ser considerado anatema con tal de salvar a los suyos. Su juicio se consolida «no juzgándose ni siquiera a sí mismo», dejándose justificar por un Dios que es más grande que su conciencia, apelándose a Jesucristo que es abogado fiel, de cuyo amor nada ni nadie lo puede separar. La radicalidad de los juicios de Pablo sobre la misericordia incondicional de Dios, que supera la herida de fondo, la que hace que tengamos dos leyes, (la de la carne y la del Espíritu), es tal porque es el recipiente de una mente susceptible a lo absoluto de la verdad, herida allí mismo donde la Ley y la Luz se convierten en trampa. La famosa «espina» que el Señor no le quita es el receptáculo en el que Pablo recibe la misericordia del Señor (cf. 2 Co 12,7).
Pedro recibe la misericordia en su presunción de hombre sensato. Era sensato, con la sensatez maciza y trabajada de un pescador, que sabe por experiencia cuándo se puede pescar y cuándo no. Es la sensatez del que, cuando se entusiasma con esto de caminar sobre las aguas y de tener pescas milagrosas y se excede en mirarse a sí mismo, sabe pedir ayuda al único que lo puede salvar. Este Pedro fue sanado en la herida más honda que puede haber, la de negar al amigo. Quizás el reproche de Pablo, cuando le echa en cara su doblez, tiene que ver con esto. Parecería que Pablo sentía que él había sido el peor «antes» de conocer a Cristo; pero Pedro lo fue después de conocerlo, lo negó… Sin embargo, ser sanado allí convirtió a Pedro en un Pastor misericordioso, en una piedra sólida sobre la cual siempre se puede edificar, porque es piedra débil que ha sido sanada, no piedra que en su contundencia lleva a tropezar al más débil. Pedro es el discípulo a quien más corrige el Señor en el Evangelio. ¡Es el más “golpeado”! Lo corrige constantemente, hasta aquel último: «A ti qué te importa, tú sígueme a mí» (Jn 21,22). La tradición dice que se le aparece de nuevo cuando Pedro está huyendo de Roma. El signo de Pedro crucificado cabeza abajo, es quizás el más elocuente de este receptáculo de una cabeza dura que, para ser misericordiada, se pone hacia abajo incluso al estar dando el testimonio supremo de amor a su Señor.
Pedro no quiere terminar su vida diciendo: «Yo ya aprendí la lección», sino diciendo: «Como mi cabeza nunca va a aprender, la pongo para abajo». Arriba del todo, los pies que lavó el Señor. Esos pies son para Pedro el receptáculo por donde recibe la misericordia de su Amigo y Señor.
Juan será sanado en su soberbia de querer reparar el mal con fuego y terminará siendo ese que escribe «hijitos míos», y se parece a uno de esos abuelitos buenos que sólo hablan de amor, él, que era «el hijo del trueno» (Mc 3,17).
Agustín fue sanado en su nostalgia de haber llegado tarde a la cita: «Tarde te amé», y encontrará esa manera creativa de llenar de amor el tiempo perdido escribiendo sus Confesiones.
Francisco es misericordiado cada vez más en muchos momentos de su vida. Quizás el receptáculo definitivo, que se convirtió en llagas reales, haya sido, más que besar al leproso, desposarse con la dama pobreza y sentir a toda creatura como hermana, el tener que custodiar en silencio misericordioso a la Orden que había fundado. Francisco ve cómo sus hermanos se dividen tomando como bandera la misma pobreza. El demonio nos hace pelear entre nosotros defendiendo las cosas más santas pero «con mal espíritu».
Ignacio fue sanado en su vanidad, y si ese fue el recipiente, podemos vislumbrar lo grande que era ese deseo de vanagloria que se recreó en una tal búsqueda de la mayor gloria de Dios.
En el Diario de un cura rural, Bernanos nos relata la vida de un cura de pueblo, inspirándose en la vida del Santo Cura de Ars. Hay dos párrafos muy hermosos que narran los pensamientos íntimos del cura en los últimos momentos de su imprevista enfermedad: «Las últimas semanas que Dios me concederá de seguir sosteniendo la carga de la parroquia... trataré de obrar menos preocupado por el porvenir, trabajaré tan sólo para el presente. Esa especie de trabajo parece hecha a mi medida... Pues no tengo éxito más que en las cosas pequeñas. Y si he sido frecuentemente probado por la inquietud, tengo que reconocer que triunfo en las minúsculas alegrías». Un recipiente de la misericordia pequeñito tiene que ver con las minúsculas alegrías de nuestra vida pastoral, allí donde podemos recibir y ejercer la misericordia infinita del Padre en gestos pequeños.
El otro párrafo dice: «Todo ha terminado ya. La especie de desconfianza que tenía de mí, de mi persona, acaba de disiparse, creo que para siempre. La lucha ha terminado. No la comprendo ya. Me he reconciliado conmigo mismo, con este despojo que soy. Odiarse es más fácil de lo que se cree. La gracia consiste en el olvidarse. Pero si todo orgullo muriera en nosotros, la gracia de las gracias sería apenas amarse humildemente a sí mismo, como a cualquiera de los miembros dolientes de Jesucristo». Este es el recipiente: «amarse humildemente a sí mismo, como a cualquiera de los miembros dolientes de Jesucristo». Es un recipiente común, como un jarro viejo que podemos pedir prestado a los más pobres.
El «Cura Brochero», -¡de mi patría!- el beato argentino que pronto será canonizado, «se dejó trabajar el corazón por la misericordia de Dios». Su receptáculo terminó siendo su propio cuerpo leproso. Él, que soñaba con morir galopando, vadeando algún río de las sierras para ir a dar la unción a algún enfermo. Una de sus últimas frases fue: «No hay gloria cumplida en esta vida»; «yo estoy muy conforme con lo que ha hecho conmigo respecto a la vista y le doy muchas gracias por ello”. La lepra lo había dejado ciego. “Cuando yo pude servir a la humanidad, me conservó íntegros y robustos mis sentidos. Hoy, que ya no puedo, me ha inutilizado uno de los sentidos del cuerpo. En este mundo no hay gloria cumplida, y estamos llenos de miserias».
Nuestras cosas muchas veces quedan a medias y, por eso, salir de sí es siempre gracia. Se nos concede «dejar las cosas» para que las bendiga y perfeccione el Señor. No tenemos que preocuparnos mucho de nosotros. Esto nos permite abrirnos a las penas y alegrías de nuestros hermanos. Era el cardenal Van Thuan el que decía que, en la cárcel, el Señor le había enseñado a distinguir entre «las cosas de Dios», a las que se había dedicado en su vida libre como sacerdote y obispo, y Dios mismo, al que se dedicaba estando encarcelado (cf. Cinco panes y dos peces, Ciudad Nueva 2000). Y así podremos continuar, con los santos, buscando como era el receptáculo de su misericordia. Pero ahora pasamos a la Virgen: ¡Estamos en su casa!
María como recipiente y fuente de Misericordia
Subiendo por la escalera de los santos, en esto de ir buscando los recipientes para la misericordia, llegamos a nuestra Señora. Ella es el recipiente simple y perfecto, con el cual recibir y repartir la misericordia. Su «sí» libre a la gracia es la imagen opuesta del pecado que llevó al hijo pródigo a la nada. Ella integra una misericordia a la vez muy suya, muy de nuestra alma y muy eclesial. Como dice en el Magníficat: se sabe mirada con bondad en su pequeñez y sabe ver cómo la misericordia de Dios alcanza a todas las generaciones. Ella sabe ver las obras que esa misericordia despliega y se siente «acogida», junto con todo Israel, por esa misericordia. Ella guarda la memoria y la promesa de la misericordia infinita de Dios para con su pueblo. El suyo es el Magníficat de un corazón íntegro, no agujereado, que mira la historia y a cada persona con su misericordia maternal.
En aquel rato a solas con María que me regaló el pueblo mexicano, mirando a nuestra Señora la Virgen de Guadalupe y dejándome mirar por ella, le pedí por ustedes, queridos sacerdotes, para que sean buenos curas. Y en el discurso a los obispos les decía que había reflexionado largamente sobre el misterio de la mirada de María, sobre su ternura y su dulzura que nos infunde valor para dejarnos misericordiar por Dios. Quisiera ahora recordarles algunos «modos» de mirar que tiene nuestra Señora, especialmente a sus sacerdotes, porque a través de nosotros quiere mirar a su gente.
María nos mira de modo tal que uno se siente acogido en su regazo. Ella nos enseña que «la única fuerza capaz de conquistar el corazón de los hombres es la ternura de Dios. Aquello que encanta y atrae, aquello que doblega y vence, aquello que abre y desencadena, no es la fuerza de los instrumentos o la dureza de la ley, sino la debilidad omnipotente del amor divino, que es la fuerza irresistible de su dulzura y la promesa irreversible de su misericordia» (Discurso a los obispos de México, 13 febrero 2016). Lo que sus pueblos buscan en los ojos de María es «un regazo en el cual los hombres, siempre huérfanos y desheredados, están en la búsqueda de un resguardo, de un hogar». Y eso tiene que ver con sus modos de mirar: el espacio que abren sus ojos es el de un regazo, no el de un tribunal o el de un consultorio «profesional». Si alguna vez notan que se les ha endurecido la mirada –por el trabajo, el cansancio, sucede a todos-, que cuando ven a la gente sienten fastidio o no sienten nada, vuelvan a mirarla a ella; mírenla con los ojos de los más pequeños de su gente, que mendiga un regazo, y ella les limpiará la mirada de toda «catarata» que no deja ver a Cristo en las almas, les curará toda miopía que vuelve borrosas las necesidades de la gente, que son las del Señor encarnado, y de toda presbicia que se pierde los detalles, «la letra chica» donde se juegan las realidades importantes de la vida de la Iglesia y de la familia. La mirada de María sana.
Otro «modo de mirar de María» tiene que ver con el tejido: María mira «tejiendo», viendo cómo puede combinar para bien todas las cosas que le trae su gente. Les decía a los obispos mexicanos que, «en el manto del alma mexicana, Dios ha tejido, con el hilo de las huellas mestizas de su gente, el rostro de su manifestación en la Morenita» (ibíd.) Un maestro espiritual enseña que lo que se dice de María de manera especial, se dice de la Iglesia de modo universal y de cada alma en particular (cf. Isaac de la Estrella, Sermón 51: PL 194, 1863). Al ver cómo tejió Dios el rostro y la figura de la Guadalupana en la tilma de Juan Diego podemos rezar contemplando cómo teje nuestra alma y la vida de la Iglesia. Dicen que no se puede ver cómo está «pintada» la imagen. Es como si estuviera estampada.
Me gusta pensar que el milagro no fue sólo «estampar o pintar la imagen con un pincel», sino que «se recreó el manto entero», se transfiguró de pies a cabeza, y cada hilo – esos que las mujeres aprenden a tejer desde pequeñas, y para las prendas más finas usan las fibras del corazón del maguey (la penca de la que se sacan los hilos) –, cada hilo que ocupó su lugar fue transfigurado, asumiendo los detalles que brillan en su sitio y, entretejido con los demás, de igual manera transfigurados, hacen aparecer el rostro de nuestra Señora y toda su persona y lo que la rodea. La misericordia hace eso mismo, no nos «pinta» desde fuera una cara de buenos, no nos hace el photoshop, sino que, con los hilos mismos de nuestras miserias –¡con ellos!- y pecados -¡con ellos!-, entretejidos con amor de Padre, nos teje de tal manera que nuestra alma se renueva recuperando su verdadera imagen, la de Jesús. Sean, por tanto, sacerdotes «capaces de imitar esta libertad de Dios eligiendo cuanto es humilde para hacer visible la majestad de su rostro y de copiar esta paciencia divina en tejer, con el hilo fino de la humanidad que encuentren, aquel hombre nuevo que su país espera. No se dejen llevar por la vana búsqueda de cambiar de pueblo –es nuestra tentación: “Pediré al Obispo que me transfiera”-, como si el amor de Dios no tuviese bastante fuerza para cambiarlo» (Discurso a los obispos de México, 13 febrero 2016).
El tercer modo – en que mira la Virgen-, es el de la atención: María mira con atención, se vuelca toda y se involucra entera con el que tiene delante, como una madre cuando es todo ojos para su hijito que le cuenta algo. «Como enseña la bella tradición guadalupana, la Morenita custodia las miradas de aquellos que la contemplan, refleja el rostro de aquellos que la encuentran. Es necesario aprender que hay algo de irrepetible en cada uno de aquellos que nos miran en la búsqueda de Dios –no todos nos miramos del mismo modo-. Toca a nosotros no volvernos impermeables a tales miradas”. Un sacerdote que permanece impermeable a las miradas se ha encerrado en sí mismo.
“Custodiar en nosotros a cada uno de ellos, conservarlos en el corazón, resguardarlos. Sólo una Iglesia capaz de resguardar el rostro de los hombres que van a tocar a su puerta es capaz de hablarles de Dios”. Si no eres capaz de cuidar el rostro de los hombres que tocan a la puerta, no serás capaz de hablarles de Dios. “Si no desciframos sus sufrimientos, si no nos damos cuenta de sus necesidades, nada podremos ofrecerles. La riqueza que tenemos fluye solamente cuando encontramos la poquedad de aquellos que mendigan, y dicho encuentro se realiza precisamente en nuestro corazón de pastores» (ibíd.). A sus obispos les decía que estén atentos a ustedes, sus sacerdotes, «que no los dejen expuestos a la soledad y al abandono, presa de la mundanidad que devora el corazón» (ibíd.). El mundo nos observa con atención pero para «devorarnos», para volvernos consumidores… Todos necesitamos ser mirados con atención, con interés gratuito, digamos.
«Ustedes estén atentos – les decía a los obispos – y aprendan a leer las miradas de sus sacerdotes, para alegrarse con ellos cuando sientan el gozo de contar cuanto “han hecho y enseñado” (Mc 6,30), y también para no echarse atrás cuando se sienten un poco rebajados y no puedan hacer otra cosa que llorar porque “han negado al Señor” (cf. Lc 22,61-62), y también para sostener [...], en comunión con Cristo, cuando alguno, abatido, saldrá con Judas “en la noche” (cf. Jn 13,30). En estas situaciones, que nunca falte la paternidad de ustedes, obispos, para con sus sacerdotes. Animen la comunión entre ellos; hagan perfeccionar sus dones; intégrenlos en las grandes causas, porque el corazón del apóstol no fue hecho para cosas pequeñas» (ibíd.)
Por último, ¿cómo mira María? María mira de modo «íntegro», uniendo todo, nuestro pasado, presente y futuro. No tiene una mirada fragmentada: la misericordia sabe ver la totalidad y capta lo más necesario. Como María en Caná, que es capaz de «compadecerse» anticipadamente de lo que acarreará la falta de vino en la fiesta de bodas y pide a Jesús que lo solucione, sin que nadie se dé cuenta, así toda nuestra vida sacerdotal la podemos ver como «anticipada por la misericordia» de María, que previendo nuestras carencias ha provisto todo lo que tenemos. Si algo de «vino bueno» hay en nuestra vida, no es por mérito nuestro sino por su «misericordia anticipada», esa que ya en el Magníficat canta cómo el Señor «miró con bondad su pequeñez» y «se acordó de su (alianza de) misericordia», una «misericordia que se extiende de generación en generación» sobre sus pobres y oprimidos (cf. Lc 1,46-55). La lectura que hace María es la de la historia como misericordia.
Podemos terminar rezando la Salve Regina en cuyas invocaciones late el espíritu del Magníficat. Ella es la Madre de la misericordia, vida, dulzura y esperanza nuestra. Y cuando ustedes sacerdotes tengan momentos oscuros, feos, cuando no sepan cómo arreglarse en lo más íntimo de su corazón, no digo solo “miren a la Virgen”, eso deben hacerlo, pero: “vaya y déjense mirar por ella, en silencio, también adormeciéndose. Esto hará que en aquellos momentos feos, quizá con tantos errores cometidos y que los llevaron a este punto, toda esta suciedad se convertirá en depósito de misericordia. Déjense mirar por la Virgen. Sus ojos misericordiosos son los que consideramos el mejor recipiente de la misericordia, en el sentido de poder beber en ellos esa mirada indulgente y buena de la que tenemos sed como sólo se puede tener sed de una mirada. Esos ojos misericordiosos son también los que nos hacen ver las obras de la misericordia de Dios en la historia de los hombres y descubrir a Jesús en sus rostros. En ella encontramos la tierra prometida – el reino de la misericordia instaurado por nuestro Señor – que viene, ya en esta vida, después de cada destierro al que nos arroja el pecado. Tomados de su mano y aferrados a su manto. En mi estudio tengo una bella imagen que me regaló el P. Rupnik, hecha por él, de la “Synkatabasis”: es ella que hace descender a Jesús y sus manos son como gradas. Pero lo que me gusta más es que Jesús en una mano tiene la plenitud de la ley y con la otra se aferra al manto de la Virgen: también Él se aferró al manto de María. Y la tradición rusa, los monjes, los viejos monjes rusos nos dicen que en las turbulencias espirituales debemos refugiarnos en el manto de la Virgen. La primera antífona mariana de Occidente es esta: “Sub tuum praesidium”. El manto de María. No tener vergüenza. No hacer grandes discursos, estar ahí y dejarse cubrir, dejarse mirar. Y llorar. Cuando encontramos un sacerdote que es capaz de esto, de andar donde la Madre y llorar, con tantos pecados, puedo decir: es un buen sacerdote, porque es un buen hijo. Será un buen padre. Tomados por ella de la mano y bajo su mirada podemos cantar con alegría las grandezas del Señor.
Podemos decirle: Mi alma te canta, Señor, porque miraste con bondad la humildad y pequeñez de tu servidor. Feliz de mí, que he sido perdonado. Tu misericordia, la que practicaste con todos tus santos y con todo tu pueblo fiel, también me ha alcanzado a mí. He andado disperso, buscándome a mí mismo, por la soberbia de mi corazón, pero no he ocupado ningún trono, Señor, y mi única gloria es que tu Madre me tome en brazos, me cubra con su manto y me ponga junto a su corazón. Quiero ser amado por ti como uno más de los más humildes de tu pueblo, colmar con tu pan a los que tienen hambre de ti. Acuérdate, Señor, de tu alianza de misericordia con tus hijos, los sacerdotes de tu pueblo.
Que con María seamos signo y sacramento de tu misericordia.
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