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12 junio 2016

Reflexión del domingo XI del Tiempo Ordinario.


El domingo pasado, las lecturas nos hablaban de la resurrección del muchacho de Naín, y resaltaba el poder salvador y vivificador de la palabra de Cristo. Si nos mostraban que Elías hablaba y actuaba en nombre de Dios cuando aclamaba para volver a la vida al hijo de la viuda, Cristo es él mismo Señor de la vida. Y para que esto se lleve a cabo, la Iglesia necesita una conversión de la mano de la Fe para continuar el ministerio de la Palabra.

En este domingo XI del tiempo ordinario, las lecturas nos hablan de pecado y perdón. El hombre peca por la desconfianza y desobediencia y Dios muestra su confianza y la misericordia perdonando una y mil veces.
A cuanto más amor tengamos, mas perdonados quedarán nuestros pecados.

En la primera lectura que está cogida del segundo libro de Samuel, y nos habla de que David, el rey elegido por Dios ha pecado gravemente. Comete adulterio y manda matar al esposo… A pesar de engañar y quitar la vida, reconoce su delito y manifiesta su arrepentimiento.
De ahí, que muestre su fe a pesar de los pecados que había cometido. Dios lo perdona a pesar de sus fuertes pecados. Aplica la misericordia y el perdón a quien se arrepiente, incluso por delitos enormes. David se arrepiente y el Señor le otorga el perdón.

En la segunda de la carta a los Gálatas, nos narra de la doctrina de la justificación. Es decir, Pablo no acaba de luchar con el pensamiento que empuja al hombre a pensar que gracias a sus buenas acciones tiene derechos y obligaciones ante Dios.
Y esto es un grave error que tienen a veces las “religiones” fundadas solo y exclusivamente sobre la obediencia a la doctrina, y la ley, llegando a crear una relación con el Señor de conveniencia y falsa. La fe transforma la mentalidad y nos hace ser libres al amor y a la misericordia de Dios. No a ser borregos ni esclavos.

En el Evangelio de Lucas, se nos muestra que el Amor todo lo puede.
Antiguamente, prostitutas eran consideradas esclavas, y para la sociedad no existían.
El relato evangélico habla de una mujer que entra al banquete y estropea una sobremesa. No sólo se salta las normas de educación, sino que, además comete un pecado de tipo religioso: ella, por ser impura, no debía entrar en casa de un hombre impuro. De un fariseo.
Cristo se deja tocar, se deja besar y aunque para los ojos del anfitrión pierde Jesús el rango de profeta porque se deja tocar por una impura y pecadora, Él le devuelve la dignidad a esa mujer. Ella compra con sus ahorros el perfume, y a través de ese gesto, paga con ello el precio de sus pecados. En ese momento, ella expresa su deseo de cambiar de vida. Se podría decir, que hace un gesto sacramental: escucha ella las palabras de absolución, el amor por una persona que era repudiada, y el cambio radical de esta mujer.
Jesús no la juzga, sino que le da la oportunidad de cambiar y la mira con ojos de misericordia y perdón.

Cuando descubrimos y sentimos el amor de Dios en nuestra propia vida, todo nuestro ser cambia. Nos comportamos con los demás de otra forma. Igual que Jesús reconoce a la mujer como una verdadera creyente por el amor entregado, pidamos a la María, que es madre de la Misericordia que nos ayude a no tener actos de juicio y condena. Sino que sepamos mirar a los demás con misericordia y perdón para que así se pueda cumplir lo que dice el Señor en las lecturas de este domingo.
Menos cumplir doctrinas sin sentidos. Menos juicio y condenas, y más misericordia y amor para con los demás.
Porque de eso será de lo que un día se nos examinará: del amor que hemos ofrecido y dado con misericordia a los demás.
Que así sea.


Más en:
http://www.revistaecclesia.com/reflexion-del-domingo-xi-del-tiempo-ordinario-fray-jose-borja/

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