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12 abril 2016

Estamos llamados a comunicar la misericordiosa potencia de la Resurrección.


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio de hoy narra la tercera aparición de Jesús resucitado a los discípulos, en la orilla del lago de Galilea, con la descripción de la pesca milagrosa (Cfr. Jn 21,1-19). La narración se coloca en el marco de la vida cotidiana de los discípulos, que habían regresado a sus tierras y a sus labores de pescadores, después de los desconcertantes días de la pasión, muerte y resurrección del Señor. Era difícil para ellos comprender lo que había sucedido. Pero, mientras todo parecía haber terminado, es una vez más Jesús que va a “buscar” nuevamente a sus discípulos. Es Él que va a buscarlos. Esta vez los encuentra en el lago, donde ellos habían transcurrido la noche en las barcas sin pescar nada. Las redes vacías aparecen, en cierto sentido, como el balance de su experiencia con Jesús: lo habían conocido, habían dejado todo para seguirlo, llenos de esperanza… ¿Y ahora? Si, lo habían visto resucitado, pero después pensaban: “Se ha ido, y nos ha dejado… Ha sido como un sueño esto”.

Pero ahí, en la aurora Jesús se presenta en la orilla del lago; pero ellos no lo reconocen (Cfr. v. 4). A esos pescadores, cansados y desilusionados, el Señor les dice: «Tiren la red a la derecha de la barca y encontrarán» (v. 6). Los discípulos confiaron en Jesús y el resultado fue una pesca increíblemente abundante. A este punto Juan se dirige a Pedro y dice: «¡Es el Señor!» (v. 7). Y enseguida Pedro se tiró al agua y nado hacia la orilla, hacia Jesús. En aquella exclamación: “¡Es el Señor!”, está todo el entusiasmo de la fe pascual – ¡Es el Señor! – esta fe pascual llena de alegría y maravilla, que contrasta fuertemente con el desconcierto, el desaliento, el sentido de impotencia que se habían acumulado en el espíritu de los discípulos. La presencia de Jesús resucitado transforma cada cosa: la oscuridad es vencida por la luz, el trabajo inútil se hace nuevamente fructífero y prometedor, el sentido de cansancio y de abandono deja el lugar a un nuevo impulso y a la certeza que Él está con nosotros.

Desde entonces, estos mismos sentimientos animan a la Iglesia, la Comunidad del Resucitado. Todos nosotros somos la Comunidad del Resucitado. Si con una mirada superficial puede parecer a veces que las tinieblas del mal y la fatiga del vivir cotidiano tengan la prevalencia, la Iglesia sabe con certeza que a cuantos siguen al Señor Jesús resplandece ahora perenne la luz de la Pascua.  El gran anuncio de la Resurrección infunde en los corazones de los creyentes una íntima alegría y una esperanza invencible. ¡Cristo verdaderamente ha resucitado! También hoy la Iglesia continúa haciendo resonar este anuncio gozoso: la alegría y la esperanza continúan fluyendo en los corazones, en los rostros, en los gestos, en las palabras. Todos nosotros cristianos estamos llamados a comunicar este mensaje de resurrección a cuantos encontramos, especialmente a quien sufre, a quien está solo, a quien se encuentra en condiciones precarias, a los enfermos, a los refugiados, a los marginados. A todos hagamos llegar un rayo de la luz de Cristo resucitado, un signo de su misericordiosa potencia.

Él, el Señor, renueve también en nosotros la fe pascual. Nos haga siempre conscientes de nuestra misión al servicio del Evangelio y de los hermanos; nos llene de su Santo Espíritu para que, sostenidos por la intercesión de María, con toda la Iglesia podamos proclamar la grandeza de su amor y la riqueza de su misericordia.


(El Papa Francisco, en el Regina Coeli del domingo pasado)

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