«Allí, de rodillas, ante aquel montón de harapos y suciedades, mi fe veía a través de aquella
puertecilla apolillada a un Jesús tan callado, tan paciente, tan desairado, tan bueno que me miraba, (…) posaba su mirada entre triste y suplicante, que me decía mucho y me pedía más, una mirada en la que se reflejaba todo lo triste el Evangelio: lo triste del no había para ellos posada en Belén, lo triste de aquellas palabras del mendigo Lázaro pidiendo las migajas sobrantes de la mesa de Epulón, lo triste de la traición de Judas, de la negación de Pedro, de la bofetada del soldado, de los salivazos del pretorio, del abandono de todos»
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