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07 diciembre 2017

Catequesis de ayer miércoles del Papa Francisco.


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy quisiera hablar del Viaje Apostólico que he realizado en los días pasados a Myanmar y Bangladés. Ha sido un gran de Dios, y por eso le agradezco a Él por cada cosa, especialmente por los encuentros que he podido tener. Renuevo la expresión de mi gratitud a las Autoridades de los dos Países y a los respectivos Obispos, por todo el trabajo de preparación y por la acogida reservada a mí y a mis colaboradores. Un “gracias” sincero quiero dirigir a la gente birmana y aquella bangladesí, que me han demostrado tanta fe y tanto afecto: ¡gracias!

Por primera vez un sucesor de Pedro visitaba Myanmar, y esto ha sucedido poco después que se han establecido las relaciones diplomáticas entre este País y la Santa Sede.

He querido, también en este caso, expresar la cercanía de Cristo y de la Iglesia a un pueblo que ha sufrido a causa de conflictos y represiones, y que ahora está lentamente caminando hacia una nueva condición de libertad y de paz. Un pueblo en la cual la religión budista está fuertemente enraizada, con sus principios espirituales y éticos, y donde los cristianos están presentes como una pequeña grey y levadura del Reino de Dios. A esta Iglesia, viva y fervorosa, he tenido la alegría de confirmar en la fe y en la comunión, en el encuentro con los Obispos de los países y en las dos celebraciones eucarísticas. La primera ha sido en la gran área deportiva en el centro de Rangún, y el Evangelio de ese día ha recordado que las persecuciones a causa de la fe en Jesús son normales para sus discípulos, como ocasión de testimonio, pero “ni siquiera un cabello se les caerá” (Cfr. Lc 21,12-19). La segunda Misa, último acto de la visita a Myanmar, estuvo dedicada a los jóvenes: un signo de esperanza y un regalo especial de la Virgen María, en la catedral que lleva su nombre. En los rostros de esos jóvenes, llenos de alegría, he visto el futuro de Asia: un futuro que será no de quien construye armas, sino de quien siembra fraternidad. Y siempre en el signo de esperanza he bendecido las primeras piedras de dieciséis iglesias, del seminario y de la nunciatura, dieciocho.

Además de la Comunidad católica, he podido encontrar a las Autoridades de Myanmar, animando los esfuerzos de pacificación del País y deseando que todos los diversos componentes de la nación, ninguna excluida, puedan cooperar en este proceso en el respeto recíproco. En este espíritu, he querido encontrar a los representantes de las diversas comunidades religiosas presentes en el País. En particular, al Supremo Consejo de monjes budistas he manifestado la estima de la Iglesia por su antigua tradición espiritual, y la confianza que cristianos y budistas puedan juntos ayudar a las personas a amar a Dios y al prójimo, rechazando toda violencia y oponiéndose al mal con el bien.

Dejando Myanmar, me he dirigido a Bangladés, donde en primer lugar he rendido homenaje a los mártires de la lucha por la independencia y al “Padre de la Nación”. La población de Bangladés es en grandísima parte de religión musulmana, y por ello mi visita – siguiendo las huellas del Beato Pablo VI y de San Juan Pablo II – ha marcado un paso más en favor del respeto y del diálogo entre cristianismo e islam.

A las Autoridades del País he recordado que la Santa Sede ha sostenido desde el inicio la voluntad del pueblo bangladesí de constituirse como nación independiente, como también la exigencia que en ella sea siempre tutelada la libertad religiosa. En particular, he querido expresar solidaridad a Bangladés en su empeño de socorrer a los prófugos Rohingya llegados en masa a su territorio, donde la densidad de población está ya entre las más altas del mundo.


La Misa celebrada en un histórico parque de Daca fue enriquecida por la Ordenación de dieciséis sacerdotes, y esto ha sido uno de los eventos más significativos y gozosos del viaje. De hecho, sea en Bangladés como en Myanmar y en los otros países del sureste asiático, gracias a Dios las vocaciones no faltan, signo de comunidades vivas, donde resuena la voz del Señor que llama a seguirlo. He compartido esta alegría con los Obispos de Bangladés, y los he animado en su generoso trabajo por las familias, por los pobres, por la educación, por el diálogo y la paz social. Y he compartido esta alegría con tantos sacerdotes, consagradas y consagrados del país, como también con los seminaristas, las novicias y novicios, en quienes he visto los brotes de la Iglesia en aquella tierra.

En Daca hemos vivido un momento fuerte de diálogo interreligioso y ecuménico, que me ha dado modo de subrayar la apertura del corazón como base de la cultura del encuentro, de la armonía y de la paz. Además he visitado la “Casa Madre Teresa”, donde la santa se hospedaba cuando se encontraba en esta ciudad, y que acoge a muchísimos huérfanos y personas con discapacidad. Allí, según su carisma, las religiosas viven cada día la oración de adoración y el servicio a Cristo pobre y sufriente. Y jamás – jamás – se pierde de sus labios la sonrisa: religiosas que oran tanto, que sirven a los que sufren continuamente con la sonrisa. Es un bonito testimonio. Agradezco mucho a estas religiosas.

El último evento ha sido con los jóvenes bangladesí, rico de testimonios, cantos y danzas. ¿Y qué bien danzaban, estos bangladesí? ¡Saben danzar bien! Una fiesta que ha manifestado la alegría del Evangelio acogido por esta cultura; una alegría fecundada por los sacrificios de tantos misioneros, de tantos catequistas y padres cristianos. En el encuentro estaban presentes también jóvenes musulmanes y de otras religiones: un signo de esperanza para Bangladés, para Asia y para el mundo entero. Gracias.


Roma. 06-12-2017.

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