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13 octubre 2018

Ante las próximas canonizaciones de Pablo VI y monseñor Romero.




Como viene siendo habitual a lo largo del presente pontificado, a mediados de octubre la plaza de san Pedro en el Vaticano, se viste con sus mejores galas para celebrar una serie de canonizaciones.

Unas veces coincidiendo con los trabajos del Sínodo de los Obispos, como ocurre este año con su reflexión acerca de los jóvenes y la fe. Pero siempre, ofreciendo una oportunidad de fiesta y de acción de gracias para la iglesia universal, para las iglesias particulares y para las familias religiosas directamente implicadas en ellas.

Parece que es el momento de recoger los frutos de santidad que cada año la Iglesia quiere ofrecernos a través de la vida de los hermanos y hermanas que son inscritos en libro de los santos de la Iglesia Católica en la eucaristía celebrada por el Santo Padre en el corazón de la cristiandad, junto a la tumba de Pedro.

Y aunque es cierto que todos los santos canonizados alcanzan ese grado, a nadie se le escapa la especial significación de dos de los próximos beatos que van a ser proclamados santos el próximo domingo 14 de octubre. Me estoy refiriendo, como pueden suponer, al papa Pablo VI y a monseñor Oscar A. Romero, arzobispo mártir de san Salvador.

Ambos han sido beatificados hace relativamente poco, durante el pontificado de Francisco: Pablo VI en octubre de 2014 y monseñor Romero en mayo del año siguiente. Aunque, hay que reconocer el hecho de que en honor de la verdad, ambos realizaron sus «milagros» más importantes en vida (si se me permite la expresión).

Pablo VI fue capaz de hacer que la nave de la Iglesia atravesara las aguas del Vaticano II, logrando llegar a buen puerto la compleja celebración del Concilio. Pero, sobre todo, salvando la amenaza de la ruptura de la comunión, ese peligro que aparece en nuestra Iglesia cada vez que se quiere mirar al evangelio con un poco más de radicalidad.

En el caso del arzobispo salvadoreño, ese «milagro» fue su denuncia profética, su poner voz a la opresión sufrida por los más pobres. Hasta el punto de costarle la vida mientras celebraba la Eucaristía. Una muerte martirial que «sirvió» para poner en primer plano la gran injusticia, la pobreza, que sufría gran parte de nuestra querida América latina.

Pues demos gracias a Dios, hermanas y hermanos por estos dos nuevos pastores reconocidos por la Iglesia como santos. Ojala todos aprendamos de su vida, y por su intercesión la Iglesia continúe haciendo resonar la alegría de la Buena Noticia de la salvación.

Juan Manuel Ortiz
Sacerdote de la Diócesis de Málaga en Roma



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