El día 2 de febrero es la fiesta de la Presentación del Señor en el templo. Desde el año 1997, por iniciativa de san Juan Pablo II, se celebra ese día la Jornada Mundial de la Vida Consagrada. En ese día miramos a la vida consagrada y a cada uno de sus miembros como un don de Dios a la Iglesia y a la humanidad.
Juntos damos gracias a Dios por las Órdenes e Institutos religiosos dedicados a la contemplación o a las obras de apostolado, por las Sociedades de vida apostólica, por los Institutos seculares, por el Orden de las vírgenes, por las Nuevas Formas de vida consagrada y por otros grupos de consagrados,
como también por todos aquellos que, en el secreto de su corazón, se entregan a Dios con una especial consagración.
El lema escogido para este año es: «Testigos de la esperanza y la alegría».
La esperanza y la alegría son dos palabras que atraviesan los mensajes del papa Francisco a toda la Iglesia y especialmente a la vida consagrada. También la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica escribió una preciosa carta a todos los consagrados titulada Alegraos, con motivo del Año dedicado a la vida consagrada.
Signo de esperanza. El papa Francisco en la carta apostólica a todos los consagrados, con ocasión del Año de la Vida Consagrada, al señalar los objetivos, proponía, como tercer objetivo, abrazar el futuro con esperanza. He aquí algunas de sus expresiones: «Conocemos las dificultades (…): la disminución de las vocaciones y el envejecimiento, los retos de la internacionalidad y la globalización,
las insidias del relativismo, la marginación y la irrelevancia social…
Precisamente en estas incertidumbres, que compartimos con muchos de nuestros contemporáneos, se levanta nuestra esperanza, fruto de la fe en el Señor de la historia, que sigue repitiendo: “No tengas miedo, que yo estoy contigo” (Jer 1, 8). La esperanza de la que hablamos no se basa en los números o en las obras, sino en aquel en quien hemos puesto nuestra confianza (cf. 2 Tim 1,12) (…). Esta es la esperanza que no defrauda y que permitirá a la vida consagrada seguir escribiendo una gran historia en el futuro, (…) conscientes de que hacia Él es donde nos conduce el Espíritu Santo para continuar haciendo cosas grandes con nosotros» (I, 3).
La presencia de las personas consagradas en la Iglesia y en el mundo, animada por un auténtico espíritu religioso y misionero, tiene que ser signo y semilla de esperanza tanto en ambientes secularizados como en contextos de primer anuncio. Para ello es necesario que la vida consagrada, en sus múltiples formas y carismas, viva una renovada unión fraterna y se mueva en las fronteras, en los extrarradios del mundo, en los descampados existenciales, donde tantos están como ovejas sin pastor y no tienen qué comer (cf. Mt 9, 36).
Donde hay religiosos hay alegría. El mismo papa Francisco en la carta apostólica antes citada, al hablar de las expectativas para el Año de la Vida Consagrada, escribía: «Que sea siempre verdad lo que dije una vez: Donde hay religiosos hay alegría. Estamos llamados a experimentar que Dios es capaz de colmar nuestros corazones y hacernos felices, sin necesidad de buscar nuestra felicidad en otro lado; que la auténtica fraternidad vivida en nuestras comunidades alimenta nuestra alegría; que nuestra entrega total al servicio de la Iglesia, las familias, los jóvenes, los ancianos, los pobres, nos realiza como personas y da plenitud a nuestra vida» (II, 1).
Hoy hacen falta personas consagradas que nos hablen de la alegría, pero de una alegría profunda y verdadera, que nace de la oración. No se puede estar alegre si no se vive en la profundidad de la oración. San Pablo une alegría y oración: «Estad siempre alegres. Orad constantemente» (1 Tes 5, 16-17).
La esperanza y la alegría caminan juntas. La esperanza da a la alegría su autenticidad cristiana, pues hace de la alegría presente una pascua continuamente inacabada antes de la pascua definitiva en la que la humanidad resucitada entrará en la plenitud de la salvación (cf. Rom 8, 24). A su vez, la alegría da a la esperanza su verdad, ya que le da la posibilidad de experimentar, como en su fuente y en su fin, lo mismo hacia lo que tiende.
La santísima Virgen María, Mujer consagrada a Dios, es Madre de nuestra esperanza y causa de nuestra alegría. Ella nos enseña a vivir con paz, plenitud y esperanza alegre el seguimiento fiel de nuestro Señor Jesucristo. Nuestra Señora es la Madre que presenta en el templo a su Hijo al Padre, dando continuación al “sí” pronunciado en el momento de la Anunciación. Que Ella sostenga y acompañe siempre a las personas consagradas en su vocación, consagración y misión.
✠ Vicente Jiménez Zamora
Arzobispo de Zaragoza. Presidente de la CEVC
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