Hacemos memoria de todas esas personas que han pasado de este mundo al Padre. Personas que ya no están entre nosotros y que no están muerta, sino, que duermen en paz junto al Señor.
La liturgia pone para nuestra reflexión el Evangelio de Mateo, y nos narra cuántos le importamos a Dios, que es capaz de morir en una Cruz, para salvarnos; su muerte es consecuencia de un amor hasta el extremo, hasta su última gota de sangre la derrama porque nos quiere, porque quiere que nos salvemos, pero, siempre respetando nuestra libertad.
La experiencia de la muerte, es una de las que todos los seres humanos hemos compartido. A todos se nos ha ido a alguien, hemos pasado por el trance del dolor, de la ausencia de un ser querido. Esta conmemoración nos debe ayudar a reflexionar sobre la muerte, no con miedo, sino con serenidad.
Nuestra vida está enmarcada por el tiempo, ya que desde el minuto uno que nos engendran, estamos predestinados a morir. Vivimos aquí en la tierra, somos peregrinos hacia la vida eterna. La fe nos habla de que no vivimos en vano, sino, que vivimos en Cristo, morimos con Cristo y resucitamos con Cristo. La muerte es el paso a la vida verdadera, allí, donde no habrá dolor, ni llanto, ni angustia, porque contemplaremos a Cristo tan cual es.
Estas palabras no tienen que ser tanto bonitas, como testimonio de fe en la resurrección y que la muerte no tiene la última palabra.
Recemos en especial en este día por todos nuestros familiares difuntos, por todos los que no han precedido y ya gozan de Dios, para que perdonados todas sus faltas, descansen en Cristo y sean intercesores por nosotros en la eterna casa de Dios Trinidad.
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