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14 diciembre 2015

Seguimos conociendo al "Padre Méndez" fundador de las Hermanas Trinitarias de Madrid.


Cura párroco, en un puesto parroquial codiciado por muchos, sus padres sufrían por la entrega incondicional de su hijo, y a veces intentaban disuadirlo para que moderara su dedicación, pues siempre que surgía una necesidad él corría a atenderla y remediarla sin importarle su salud.

Acudían a él con mucha frecuencia toda clase de gentes. Él se daba a los últimos tanto en su ámbito pastoral como en sus salidas constantes por la periferia de su parroquia, a la calle, a los hospitales y cárceles. Su ministerio y vida sacerdotal estaban marcados por una constante pasión: Pasión por Dios y pasión por los últimos, los más pequeños y pobres.

Dios le mostró su rostro en las jóvenes humilladas y en los “golfillos” que pululaban por las calles de Madrid, saliéndoles al encuentro como el Buen pastor para mostrarles el Evangelio del Reino de Dios. Acudía a los hospitales, a las cárceles, se paraba a hablar con ellos y ellas en la misma calle e incluso los atendía en el confesionario: La condición indigna en la que eran tratadas aquellas jóvenes y aquellos chicos le quemaba las entrañas con el mismo fuego que Cristo había venido a traer a la tierra.

Francisco Méndez oraba sobre la vida de Cristo y ante Él estaba cuando el Señor le manifestó su voluntad. El padre Méndez nos recuerda repetidas veces que fue en la Iglesia de la Encarnación de Madrid, postrado a los pies de Jesucristo crucificado, contemplando el misterio del amor de Dios, meditando sobre la obra de la redención, cuando el espíritu comenzó en él el anuncio de la Buena Nueva, y él se decidió a seguir y entregar su vida al Reino de Dios.

Fue allí, “a solas con Dios”, contemplando un amor tan grande derramado en Cristo, hasta entregarse por nosotros, cuando él se decidió a entregarse a Él por todos los demás, especialmente por los más necesitados. Experimentó el gran amor que Dios derramaba en su corazón y no podía sino ofrecerse por entero a Él, ponerse en sus manos, y repetirle, como Iñigo de Loyola: ¿Qué quieres que yo haga? Él mismo lo cuenta, en repetidas ocasiones, pues ese momento iba a marcar profundamente su vida:

“Fue durante los ejercicios espirituales de 1876, dos años después de mi ordenación sacerdotal. Oraba a los pies de Cristo crucificado, meditaba su Reino… Dios me inspiró formar una pequeña comunidad religiosa para acoger a las jóvenes que se quedan fuera del Reino por no tener quién las orientara, acogiera y consolara cuando más lo necesitan”(Fco. Méndez, Cartas Familiares 63 y 69)

Continuará...

(Texto cogido de las HH. Trinitarias)

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