¿Hay palabras que se gastan de tanto usarlas? ¿Hay afirmaciones que, a fuerza de repetirlas, pierden su fuerza? ¿Cuánto vale un “te quiero” dicho sin alma? ¿De qué sirve pronunciar un nombre, si olvidas a la persona que hay detrás? Decía aquel mandamiento “No tomarás el nombre de Dios en vano”. Es una idea sorprendente. Tomar un nombre en vano. Decir con los labios lo que la vida no dice. Pronunciar sin sonrojo palabras que habría que decir de puntillas, como compasión, justicia, pobres o amor. Es bonito pensar en el poder de las palabras, o en nuestro poder –y responsabilidad- al pronunciarlas.
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