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28 abril 2020

Oración Pascual Mariana: El Regina Coeli.



Reina del cielo, alégrate, aleluya.
Porque el Señor, a quien has llevado en tu vientre, aleluya.

Ha resucitado según su palabra, aleluya.
Ruega al Señor por nosotros, aleluya.

Goza y alégrate Virgen María, aleluya.
Porque en verdad ha resucitado el Señor, aleluya.

Oremos:
Oh Dios, que por la resurrección de Tu Hijo, Nuestro Señor Jesucristo, has llenado el mundo de alegría, concédenos, por intercesión de su Madre, la Virgen María, llegar a los gozos eternos. Por Jesucristo Nuestro Señor. Amen.

Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo, como era en el principio ahora y siempre por los siglos de los siglos. Amen. (tres veces)

Romería Virgen de la Cabeza.






26 abril 2020

Romería Virgen de la Cabeza.



Romería Virgen de la Cabeza. Salud de los enfermos, ruega por nosotros.








Romería Virgen de la Cabeza: Mensaje del Papa Francisco a los Romeros y Romeras en Canal Sur.




Excmo. Mons. Amadeo Rodríguez Magro obispo de la diócesis de Jaén,

Su Santidad el Papa Francisco, saluda cordialmente a vuestra excelencia,
así como a todos los que se unen espiritualmente a través de los medios de comunicación social a la tradicional Romería al Santuario de Nuestra Señora la Virgen de la Cabeza,
que este año a causa de la pandemia se vive como una peregrinación interior al Cerro del Cabezo.

El Santo Padre los anima a que en estos momentos difíciles e inciertos que afligen a toda la humanidad, confíen en la Madre del cielo. Ella que supo estar al lado de su Hijo Jesús en el momento de la Pasión y de la cruz, también, esta presente junto a nosotros acogiendo nuestras preocupaciones, dolores y temores. Y desde lo alto la Morenita y Pequeñita los mira y los abraza.

Con estos sentimientos, el Santo Padre, a la vez que suplica que recen por el y por su servicio a la Iglesia, invocando la protección maternal de la Bienaventurada Virgen María sobre cada uno de ustedes y sus familiares, imparte complacido la implorada Bendición Apostólica como prenda de copiosos dones celestiales.

Fdo. Cardenal Pietro Parolin.
Secretario de Estado de su Santidad


Aquí el vídeo:
http://www.canalsur.es/television/programas/especial-canalsur/noticia/1577082.html

Romería Virgen de la Cabeza: Un año para dar gracias a Dios por lo vivido y que nuestra Señora de la Cabeza arrope con su manto a los enfermos, contagiados, trabajadores y a nuestro mundo. ¡¡Viva la Virgen de la Cabeza!!












(Fotos de Santi Suárez)

Romería Virgen de la Cabeza. ¡¡Viva la Virgen de la Cabeza!!



Oración
Virgen Santísima de la Cabeza. Madre de Dios y nuestra, te suplicamos con fe que tengas misericordia de los oprimidos, compadécete de los pobres, da salud a los enfermos, concede la conversión a los que se han alejado del Evangelio de tu Hijo, libertad a los cautivos, da fuerza a los débiles, constancia a tus seguidores, alegría a los tristes, paz y justicia a las naciones y países de todo el mundo. Te lo pedimos por Jesucristo tu Hijo que vive y reina por los siglos de los siglos.

Romería Virgen de la Cabeza. Así luces nuestra Señora de la Cabeza.





24 abril 2020

Romería de la Virgen de la Cabeza.



Romería de la Virgen de la Cabeza: Oración a la Virgen, por los enfernos y contagiados del COVID-19.


“Oh María, tú resplandeces siempre en nuestro camino como signo de salvación y de esperanza.

Nosotros nos confiamos a ti, Salud de los enfermos, que bajo la cruz estuviste asociada al dolor de Jesús, manteniendo firme tu fe.

Tú, Salvación de todos los pueblos, sabes de qué tenemos necesidad y estamos seguros que proveerás, para que, como en Caná de Galilea, pueda volver la alegría y la fiesta después de este momento de prueba.

Ayúdanos, Madre del Divino Amor, a conformarnos a la voluntad del Padre y a hacer lo que nos dirá Jesús, quien ha tomado sobre sí nuestros sufrimientos y ha cargado nuestros dolores para conducirnos, a través de la cruz, a la alegría de la resurrección.

Bajo tu protección buscamos refugio, Santa Madre de Dios. No desprecies nuestras súplicas que estamos en la prueba y libéranos de todo pecado, o Virgen gloriosa y bendita”.

Romería de la Virgen de la Cabeza: Himno a la Morenita.



Romería de la Virgen de la Cabeza: Regina Coeli.



Reina del cielo, alégrate, aleluya.
Porque el Señor, a quien has llevado en tu vientre, aleluya.

Ha resucitado según su palabra, aleluya.
Ruega al Señor por nosotros, aleluya.

Goza y alégrate Virgen María, aleluya.
Porque en verdad ha resucitado el Señor, aleluya.

Oremos:
Oh Dios, que por la resurrección de Tu Hijo, Nuestro Señor Jesucristo, has llenado el mundo de alegría, concédenos, por intercesión de su Madre, la Virgen María, llegar a los gozos eternos. Por Jesucristo Nuestro Señor. Amen.

Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo, como era en el principio ahora y siempre por los siglos de los siglos. Amen. (tres veces)



Comenzamos el último fin de semana de abril. ROMERIA DE LA VIRGEN DE LA CABEZA.



19 abril 2020

Oración: Santa Rosa de Lima. Domingo II de Pascua.



Reflexión. Domingo II de Pascua.



En este segundo domingo de Pascua o de la Divina Misericordia, la liturgia nos presenta a la Iglesia: comunidad de hombres nuevos que nace de la cruz y de la resurrección de Jesús. Su misión consiste en testimoniar a los hombres la salvación que Cristo nos ha traído. Creer en Jesús y en su resurrección, no solo consiste en creer en el Dios de la Misericordia, sino en practicar la Misericordia, la justicia, la solidaridad, el perdón, el amor y la paz.

En la Primera Lectura de los Hechos de los Apóstoles,
nos muestran como los creyentes vivían unidos y lo tenían todo en común. Ésta es la esencia de la primitiva vida eclesial. No son ideas abstractas, sino que describe una vida en unidad. Es decir, comunión: común-unión en y por Espíritu Santo. Esta vida eclesial, es efecto del Espíritu Santo que, con su venida, consagra. Todo esto se practica en torno a la mesa eucarística, realizamos una vez más y simbólicamente esta unidad de vida, en el amor, que ha de manifestarse, como testimonio, en nuestro quehacer cotidiano.

Salmo 117: “Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia”.
Es un canto de acción de gracias después de una gran prueba: para nosotros la gran prueba y la gran victoria es la muerte y resurrección del Señor. Es la voz del Resucitado y también la voz de los que participamos de la resurrección de Jesús.

En la carta del Apóstol San Pedro,
nos presenta un hermoso himno de alabanza. Cristo ha resucitado y para nosotros significa un nuevo nacimiento y una nueva esperanza en un mundo mejor. La vivencia de este misterio, es fuente de gozo inefable, aún en medio de las pruebas actuales, necesarias para el acrisolamiento de la fe que prepara su gloria en la Parusía. Por la Resurrección, entramos a una nueva vida de fe, de esperanza, de amor y gozo.

En Evangelio de Juan,
No todos los apóstoles siguieron el mismo proceso en su experiencia del Resucitado. A los discípulos les resultaba difícil creer. No es fácil “abrir los ojos a la fe”. También nosotros, como Tomás, necesitamos ver y tocar. Digamos como él: ¡Señor mío y Dios mío! Caigamos en la cuenta, que el Señor Resucitado, fue amoldándose a cada apóstol y le preparó “un particular encuentro personal”. Pero aquí es, donde tenemos que darnos cuenta, que Tomás, en su falta de fe en el Resucitado, lo reconoce en comunidad. Es decir, nuestra experiencia de fe, es particular, pero lo compartimos en COMUNIDAD. Reconoce al Señor en comunidad. No estamos solos en este proceso. Vamos juntos.

Le pedimos a nuestra Madre la Virgen que interceda por cada uno de nosotros y nos ayude a tener fe y a poder compartirla y vivirla en comunidad. Porque como dijo el Papa Benedicto XVI, que yo tengo puesta en mi Blogger personal desde que la dijo: “No se puede seguir a Jesús sin seguir a la Iglesia. Quien cede a la tentación de ir por su cuenta corre el riesgo de no encontrar nunca a Cristo".

Domingo II de Pascua. Liturgia de la Palabra.


Lectura de los Hechos de los Apóstoles 2, 42-47

Los hermanos eran constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la vida
común, en la fracción del pan y en las oraciones.
Todo el mundo estaba impresionado por los muchos prodigios y signos que los
apóstoles hacían en Jerusalén. Los creyentes vivían todos unidos y lo tenían todo en
común;vendían posesiones y bienes y lo repartían entre todos, según la necesidad de cada
uno. A diario acudían al templo todos unidos, celebraban la fracción del pan en las casas y
comían juntos alabando a Dios con alegría y de todo corazón;eran bien vistos de todo el
pueblo y día tras día el Señor iba agregando al grupo los que se iban salvando.

Salmo responsorial Sal 117, 2-4. 13-15. 22-24

V/. Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia. (o,
Aleluya)
R/. Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia.
V/. Diga la casa de Israel:
eterna es su misericordia.
Diga la casa de Aarón: eterna es su misericordia.
Digan los fieles del Señor: eterna es su misericordia.
R/. Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia.
V/. Empujaban y empujaban para derribarme, pero el Señor me ayudó;
el Señor es mi fuerza y mi energía, él es mi salvación.
Escuchad: hay cantos de victoria en las tiendas de los justos.
R/. Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia.
V/. La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular.
Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente.
Este es el día en que actuó el Señor;sea nuestra alegría y nuestro gozo.
R/. Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia.

Lectura de la primera carta del Apóstol San Pedro 1, 3-9

Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que en su gran misericordia, por
la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha hecho nacer de nuevo para una
esperanza viva, para una herencia incorruptible, pura, imperecedera, que os está
reservada en el cielo.
La fuerza de Dios os custodia en la fe
para la salvación que aguarda a manifestarse en el momento final.
Alegraos de ello, aunque de momento tengáis que sufrir un poco,
en pruebas diversas: así la comprobación de vuestra fe
—de más precio que el oro que, aunque perecedero, lo aquilatan a fuego—
llegará a ser alabanza y gloria y honor
cuando se manifieste Jesucristo nuestro Señor.
No habéis visto a Jesucristo, y lo amáis;
no lo veis, y creéis en él;
y os alegráis con un gozo inefable y transfigurado,
alcanzando así la meta de vuestra fe:
vuestra propia salvación.

Lectura del santo Evangelio según San Juan 20, 19-31

Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa
con las puertas cerradas, por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y
les dijo:
—Paz a vosotros.
Y diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de
alegría al ver al Señor. Jesús repitió:
—Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.
Y dicho esto exhaló su aliento sobre ellos y les dijo:
—Recibid el Espíritu Santo;a quienes les perdonéis los pecados, les quedan
perdonados;a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.
Tomás, uno de los doce, llamado El Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y
los otros discípulos le decían:
—Hemos visto al Señor.
Pero él los contesto:
Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los
clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo.
A los ocho días estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús,
estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo:
—Paz a vosotros.
Luego dijo a Tomás:
—Trae tu dedo, aquí tienes mis manos;trae tu mano y métela en mi costado;y no seas
incrédulo, sino creyente.
Contestó Tomás:
—¡Señor mío y Dios mío!
Jesús le dijo:
—¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto.
Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los
discípulos. Estos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y
para que, creyendo, tengáis vida en su Nombre. 

Coronilla a la Divina Misericordia.



(Se utiliza un rosario común de cinco decenas)

1. Comenzar con un Padre Nuestro, Avemaría, y Credo (de los apóstoles).

Credo de los apóstoles:
Creo en Dios Padre todopoderoso,
creador del cielo y de la tierra.
Creo en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor.
Fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo
y nació de la Virgen Maria.
Padeció bajo el poder de Poncio Pilato.
Fue crucificado, muerto y sepultado.
Descendió a los infiernos.
Al tercer día resucitó de entre los muertos.
Subió a los cielos,
y está sentado a la diestra de Dios Padre.
Desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos.
Creo en el Espíritu Santo, la santa Iglesia católica,
la comunión de los santos, el perdón de los pecados,
la resurrección de los muertos,
y la vida eterna. Amén.

2. En las cuentas grandes correspondientes al Padre Nuestro (una vez) decir:

"Padre Eterno, te ofrezco el Cuerpo,
la Sangre, el Alma y la Divinidad
de Tu Amadísimo Hijo,
nuestro Señor Jesucristo,
como propiciación de nuestros
pecados y los del mundo entero."

3. En las cuentas pequeñas correspondientes al Ave María (diez veces) decir:

"Por Su dolorosa Pasión,
ten misericordia de nosotros
y del mundo entero."

4. Al finalizar las cinco decenas de la coronilla se repite tres veces:

"Santo Dios, Santo Fuerte,
Santo Inmortal, ten piedad de
nosotros y del mundo entero."

5. Oración final (opcional):

“Oh Sangre y agua que brotaste del Corazón de Jesús como una fuente de misericordia para nosotros, en Ti confío.”

15 abril 2020

Aquí os dejo las Homilías: Jueves Santo (Papa Francisco). Viernes Santo (P. Cantalamessa). Sábado Santo y Bendición "Urbi et Orbi" (Papa Francisco).

Bendición "Urbi et Orbi". Pascua 2020.


Queridos hermanos y hermanas: ¡Feliz Pascua!


Hoy resuena en todo el mundo el anuncio de la Iglesia: “¡Jesucristo ha resucitado! ¡Verdaderamente ha resucitado!”.

Esta Buena Noticia se ha encendido como una llama nueva en la noche, en la noche de un mundo que enfrentaba ya desafíos cruciales y que ahora se encuentra abrumado por la pandemia, que somete a nuestra gran familia humana a una dura prueba. En esta noche resuena la voz de la Iglesia: «¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza!» (Secuencia pascual).

Es otro “contagio”, que se transmite de corazón a corazón, porque todo corazón humano espera esta Buena Noticia. Es el contagio de la esperanza: «¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza!». No se trata de una fórmula mágica que hace desaparecer los problemas. No, no es eso la resurrección de Cristo, sino la victoria del amor sobre la raíz del mal, una victoria que no “pasa por encima” del sufrimiento y la muerte, sino que los traspasa, abriendo un camino en el abismo, transformando el mal en bien, signo distintivo del poder de Dios.

El Resucitado no es otro que el Crucificado. Lleva en su cuerpo glorioso las llagas indelebles, heridas que se convierten en lumbreras de esperanza. A Él dirigimos nuestra mirada para que sane las heridas de la humanidad desolada.

Hoy pienso sobre todo en los que han sido afectados directamente por el coronavirus: los enfermos, los que han fallecido y las familias que lloran por la muerte de sus seres queridos, y que en algunos casos ni siquiera han podido darles el último adiós. Que el Señor de la vida acoja consigo en su reino a los difuntos, y dé consuelo y esperanza a quienes aún están atravesando la prueba, especialmente a los ancianos y a las personas que están solas. Que conceda su consolación y las gracias necesarias a quienes se encuentran en condiciones de particular vulnerabilidad, como también a quienes trabajan en los centros de salud, o viven en los cuarteles y en las cárceles. Para muchos es una Pascua de soledad, vivida en medio de los numerosos lutos y dificultades que está provocando la pandemia, desde los sufrimientos físicos hasta los problemas económicos.

Esta enfermedad no sólo nos está privando de los afectos, sino también de la posibilidad de recurrir en persona al consuelo que brota de los sacramentos, especialmente de la Eucaristía y la Reconciliación. En muchos países no ha sido posible acercarse a ellos, pero el Señor no nos dejó solos. Permaneciendo unidos en la oración, estamos seguros de que Él nos cubre con su mano (cf. Sal 138,5), repitiéndonos con fuerza: No temas, «he resucitado y aún estoy contigo» (Antífona de ingreso de la Misa del día de Pascua, Misal Romano).

Que Jesús, nuestra Pascua, conceda fortaleza y esperanza a los médicos y a los enfermeros, que en todas partes ofrecen un testimonio de cuidado y amor al prójimo hasta la extenuación de sus fuerzas y, no pocas veces, hasta el sacrificio de su propia salud. A ellos, como también a quienes trabajan asiduamente para garantizar los servicios esenciales necesarios para la convivencia civil, a las fuerzas del orden y a los militares, que en muchos países han contribuido a mitigar las dificultades y sufrimientos de la población, se dirige nuestro recuerdo afectuoso y nuestra gratitud.

En estas semanas, la vida de millones de personas cambió repentinamente. Para muchos, permanecer en casa ha sido una ocasión para reflexionar, para detener el frenético ritmo de vida, para estar con los seres queridos y disfrutar de su compañía. Pero también es para muchos un tiempo de preocupación por el futuro que se presenta incierto, por el trabajo que corre el riesgo de perderse y por las demás consecuencias que la crisis actual trae consigo. Animo a quienes tienen responsabilidades políticas a trabajar activamente en favor del bien común de los ciudadanos, proporcionando los medios e instrumentos necesarios para permitir que todos puedan tener una vida digna y favorecer, cuando las circunstancias lo permitan, la reanudación de las habituales actividades cotidianas.

Este no es el tiempo de la indiferencia, porque el mundo entero está sufriendo y tiene que estar unido para afrontar la pandemia. Que Jesús resucitado conceda esperanza a todos los pobres, a quienes viven en las periferias, a los prófugos y a los que no tienen un hogar. Que estos hermanos y hermanas más débiles, que habitan en las ciudades y periferias de cada rincón del mundo, no se sientan solos. Procuremos que no les falten los bienes de primera necesidad, más difíciles de conseguir ahora cuando muchos negocios están cerrados, como tampoco los medicamentos y, sobre todo, la posibilidad de una adecuada asistencia sanitaria. Considerando las circunstancias, se relajen además las sanciones internacionales de los países afectados, que les impiden ofrecer a los propios ciudadanos una ayuda adecuada, y se afronten —por parte de todos los Países— las grandes necesidades del momento, reduciendo, o incluso condonando, la deuda que pesa en los presupuestos de aquellos más pobres.

Este no es el tiempo del egoísmo, porque el desafío que enfrentamos nos une a todos y no hace acepción de personas. Entre las numerosas zonas afectadas por el coronavirus, pienso especialmente en Europa. Después de la Segunda Guerra Mundial, este continente pudo resurgir gracias a un auténtico espíritu de solidaridad que le permitió superar las rivalidades del pasado. Es muy urgente, sobre todo en las circunstancias actuales, que esas rivalidades no recobren fuerza, sino que todos se reconozcan parte de una única familia y se sostengan mutuamente. Hoy, la Unión Europea se encuentra frente a un desafío histórico, del que dependerá no sólo su futuro, sino el del mundo entero. Que no pierda la ocasión para demostrar, una vez más, la solidaridad, incluso recurriendo a soluciones innovadoras. Es la única alternativa al egoísmo de los intereses particulares y a la tentación de volver al pasado, con el riesgo de poner a dura prueba la convivencia pacífica y el desarrollo de las próximas generaciones.

Este no es tiempo de la división. Que Cristo, nuestra paz, ilumine a quienes tienen responsabilidades en los conflictos, para que tengan la valentía de adherir al llamamiento por un alto el fuego global e inmediato en todos los rincones del mundo. No es este el momento para seguir fabricando y vendiendo armas, gastando elevadas sumas de dinero que podrían usarse para cuidar personas y salvar vidas. Que sea en cambio el tiempo para poner fin a la larga guerra que ha ensangrentado a la amada Siria, al conflicto en Yemen y a las tensiones en Irak, como también en el Líbano. Que este sea el tiempo en el que los israelíes y los palestinos reanuden el diálogo, y que encuentren una solución estable y duradera que les permita a ambos vivir en paz. Que acaben los sufrimientos de la población que vive en las regiones orientales de Ucrania. Que se terminen los ataques terroristas perpetrados contra tantas personas inocentes en varios países de África.

Este no es tiempo del olvido. Que la crisis que estamos afrontando no nos haga dejar de lado a tantas otras situaciones de emergencia que llevan consigo el sufrimiento de muchas personas. Que el Señor de la vida se muestre cercano a las poblaciones de Asia y África que están atravesando graves crisis humanitarias, como en la Región de Cabo Delgado, en el norte de Mozambique. Que reconforte el corazón de tantas personas refugiadas y desplazadas a causa de guerras, sequías y carestías. Que proteja a los numerosos migrantes y refugiados —muchos de ellos son niños—, que viven en condiciones insoportables, especialmente en Libia y en la frontera entre Grecia y Turquía. Y no quiero olvidar de la isla de Lesbos. Que permita alcanzar soluciones prácticas e inmediatas en Venezuela, orientadas a facilitar la ayuda internacional a la población que sufre a causa de la grave coyuntura política, socioeconómica y sanitaria.

Queridos hermanos y hermanas:

Las palabras que realmente queremos escuchar en este tiempo no son indiferencia, egoísmo, división y olvido. ¡Queremos suprimirlas para siempre! Esas palabras pareciera que prevalecen cuando en nosotros triunfa el miedo y la muerte; es decir, cuando no dejamos que sea el Señor Jesús quien triunfe en nuestro corazón y en nuestra vida. Que Él, que ya venció la muerte abriéndonos el camino de la salvación eterna, disipe las tinieblas de nuestra pobre humanidad y nos introduzca en su día glorioso que no conoce ocaso. Con estas reflexiones, os deseo a todos una feliz Pascua. 


Domingo de Resurrección, 12 de abril de 2020

Homilía del Papa Francisco, el Sábado Santo. Vigilia Pascual.



«Pasado el sábado» (Mt 28,1) las mujeres fueron al sepulcro. Así comenzaba el evangelio de esta Vigilia santa, con el sábado. Es el día del Triduo pascual que más descuidamos, ansiosos por pasar de la cruz del viernes al aleluya del domingo. Sin embargo, este año percibimos más que nunca el sábado santo, el día del gran silencio. Nos vemos reflejados en los sentimientos de las mujeres durante aquel día. Como nosotros, tenían en los ojos el drama del sufrimiento, de una tragedia inesperada que se les vino encima demasiado rápido. Vieron la muerte y tenían la muerte en el corazón. Al dolor se unía el miedo, ¿tendrían también ellas el mismo fin que el Maestro? Y después, la inquietud por el futuro, quedaba todo por reconstruir. La memoria herida, la esperanza sofocada. Para ellas, como para nosotros, era la hora más oscura.

Pero en esta situación las mujeres no se quedaron paralizadas, no cedieron a las fuerzas oscuras de la lamentación y del remordimiento, no se encerraron en el pesimismo, no huyeron de la realidad. Realizaron algo sencillo y extraordinario: prepararon en sus casas los perfumes para el cuerpo de Jesús. No renunciaron al amor: la misericordia iluminó la oscuridad del corazón. La Virgen, en el sábado, día que le sería dedicado, rezaba y esperaba. En el desafío del dolor, confiaba en el Señor. Sin saberlo, esas mujeres preparaban en la oscuridad de aquel sábado el amanecer del «primer día de la semana», día que cambiaría la historia. Jesús, como semilla en la tierra, estaba por hacer germinar en el mundo una vida nueva; y las mujeres, con la oración y el amor, ayudaban a que floreciera la esperanza. Cuántas personas, en los días tristes que vivimos, han hecho y hacen como aquellas mujeres: esparcen semillas de esperanza. Con pequeños gestos de atención, de afecto, de oración.

Al amanecer, las mujeres fueron al sepulcro. Allí, el ángel les dijo: «Vosotras, no temáis […]. No está aquí: ¡ha resucitado!» (vv. 5-6). Ante una tumba escucharon palabras de vida… Y después encontraron a Jesús, el autor de la esperanza, que confirmó el anuncio y les dijo: «No temáis» (v. 10). No temáis, no tengáis miedo: He aquí el anuncio de la esperanza. Que es también para nosotros, hoy. Hoy. Son las palabras que Dios nos repite en la noche que estamos atravesando.

En esta noche conquistamos un derecho fundamental, que no nos será arrebatado: el derecho a la esperanza; es una esperanza nueva, viva, que viene de Dios. No es un mero optimismo, no es una palmadita en la espalda o unas palabras de ánimo de circunstancia, con una sonrisa pasajera. No. Es un don del Cielo, que no podíamos alcanzar por nosotros mismos: Todo irá bien, decimos constantemente estas semanas, aferrándonos a la belleza de nuestra humanidad y haciendo salir del corazón palabras de ánimo. Pero, con el pasar de los días y el crecer de los temores, hasta la esperanza más intrépida puede evaporarse. La esperanza de Jesús es distinta, infunde en el corazón la certeza de que Dios conduce todo hacia el bien, porque incluso hace salir de la tumba la vida.

El sepulcro es el lugar donde quien entra no sale. Pero Jesús salió por nosotros, resucitó por nosotros, para llevar vida donde había muerte, para comenzar una nueva historia que había sido clausurada, tapándola con una piedra. Él, que quitó la roca de la entrada de la tumba, puede remover las piedras que sellan el corazón. Por eso, no cedamos a la resignación, no depositemos la esperanza bajo una piedra. Podemos y debemos esperar, porque Dios es fiel, no nos ha dejado solos, nos ha visitado y ha venido en cada situación: en el dolor, en la angustia y en la muerte. Su luz iluminó la oscuridad del sepulcro, y hoy quiere llegar a los rincones más oscuros de la vida. Hermana, hermano, aunque en el corazón hayas sepultado la esperanza, no te rindas: Dios es más grande. La oscuridad y la muerte no tienen la última palabra. Ánimo, con Dios nada está perdido.

Ánimo: es una palabra que, en el Evangelio, está siempre en labios de Jesús. Una sola vez la pronuncian otros, para decir a un necesitado: «Ánimo, levántate, que [Jesús] te llama» (Mc 10,49). Es Él, el Resucitado, el que nos levanta a nosotros que estamos necesitados. Si en el camino eres débil y frágil, si caes, no temas, Dios te tiende la mano y te dice: «Ánimo”. Pero tú podrías decir, como don Abundio: «El valor no se lo puede otorgar uno mismo» (A. Manzoni, Los Novios (I Promessi Sposi), XXV). No te lo puedes dar, pero lo puedes recibir como don. Basta abrir el corazón en la oración, basta levantar un poco esa piedra puesta en la entrada de tu corazón para dejar entrar la luz de Jesús. Basta invitarlo: “Ven, Jesús, en medio de mis miedos, y dime también: Ánimo”. Contigo, Señor, seremos probados, pero no turbados. Y, a pesar de la tristeza que podamos albergar, sentiremos que debemos esperar, porque contigo la cruz florece en resurrección, porque Tú estás con nosotros en la oscuridad de nuestras noches, eres certeza en nuestras incertidumbres, Palabra en nuestros silencios, y nada podrá nunca robarnos el amor que nos tienes.

Este es el anuncio pascual; un anuncio de esperanza que tiene una segunda parte: el envío. «Id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea» (Mt 28,10), dice Jesús. «Va por delante de vosotros a Galilea» (v. 7), dice el ángel. El Señor nos precede, nos precede siempre. Es hermoso saber que camina delante de nosotros, que visitó nuestra vida y nuestra muerte para precedernos en Galilea; es decir, el lugar que para Él y para sus discípulos evocaba la vida cotidiana, la familia, el trabajo. Jesús desea que llevemos la esperanza allí, a la vida de cada día. Pero para los discípulos, Galilea era también el lugar de los recuerdos, sobre todo de la primera llamada. Volver a Galilea es acordarnos de que hemos sido amados y llamados por Dios. Cada uno de nosotros tiene su propia Galilea. Necesitamos retomar el camino, recordando que nacemos y renacemos de una llamada de amor gratuita, allí, en mi Galilea. Este es el punto de partida siempre, sobre todo en las crisis y en los tiempos de prueba. Con la memoria de mi Galilea.

Pero hay más. Galilea era la región más alejada de Jerusalén, el lugar donde se encontraban en ese momento. Y no sólo geográficamente: Galilea era el sitio más distante de la sacralidad de la Ciudad santa. Era una zona poblada por gentes distintas que practicaban varios cultos, era la «Galilea de los gentiles» (Mt 4,15). Jesús los envió allí, les pidió que comenzaran de nuevo desde allí. ¿Qué nos dice esto? Que el anuncio de la esperanza no se tiene que confinar en nuestros recintos sagrados, sino que hay que llevarlo a todos. Porque todos necesitan ser reconfortados y, si no lo hacemos nosotros, que hemos palpado con nuestras manos «el Verbo de la vida» (1 Jn 1,1), ¿quién lo hará? Qué hermoso es ser cristianos que consuelan, que llevan las cargas de los demás, que animan, que son mensajeros de vida en tiempos de muerte. Llevemos el canto de la vida a cada Galilea, a cada región de esa humanidad a la que pertenecemos y que nos pertenece, porque todos somos hermanos y hermanas. Acallemos los gritos de muerte, que terminen las guerras. Que se acabe la producción y el comercio de armas, porque necesitamos pan y no fusiles. Que cesen los abortos, que matan la vida inocente. Que se abra el corazón del que tiene, para llenar las manos vacías del que carece de lo necesario.

Al final, las mujeres «abrazaron los pies» de Jesús (Mt 28,9), aquellos pies que habían hecho un largo camino para venir a nuestro encuentro, incluso entrando y saliendo del sepulcro. Abrazaron los pies que pisaron la muerte y abrieron el camino de la esperanza. Nosotros, peregrinos en busca de esperanza, hoy nos aferramos a Ti, Jesús Resucitado. Le damos la espalda a la muerte y te abrimos el corazón a Ti, que eres la Vida.


Basílica de San Pedro. Sábado Santo, 11 de abril de 2020

Homilía del padre Cantalamessa en la Pasión del Señor.




San Gregorio Magno decía que la Escritura cum legentibus crescit, crece con quienes la leen1. Expresa significados siempre nuevos en función de las preguntas que el hombre lleva en su corazón al leerla. Y nosotros este año leemos el relato de la Pasión con una pregunta —más aún, con un grito— en el corazón que se eleva por toda la tierra. Debemos tratar de captar la respuesta que la palabra de Dios le da.

Lo que acabamos de escuchar es el relato del mal objetivamente más grande jamás cometido en la tierra. Podemos mirarlo desde dos perspectivas diferentes: o de frente o por detrás, es decir, o por sus causas o por sus efectos. Si nos detenemos en las causas históricas de la muerte de Cristo nos confundimos y cada uno estará tentado de decir como Pilato: «Yo soy inocente de la sangre de este hombre» (Mt 27,24). La cruz se comprende mejor por sus efectos que por sus causas. Y ¿cuáles han sido los efectos de la muerte de Cristo? ¡Justificados por la fe en Él, reconciliados y en paz con Dios, llenos de la esperanza de una vida eterna! (cf. Rom 5, 1-5)

Pero hay un efecto que la situación en acto nos ayuda a captar en particular. La cruz de Cristo ha cambiado el sentido del dolor y del sufrimiento humano. De todo sufrimiento, físico y moral. Ya no es un castigo, una maldición. Ha sido redimida en raíz desde que el Hijo de Dios la ha tomado sobre sí. ¿Cuál es la prueba más segura de que la bebida que alguien te ofrece no está envenenada? Es si él bebe delante de ti de la misma copa. Así lo ha hecho Dios: en la cruz ha bebido, delante del mundo, el cáliz del dolor hasta las heces. Así ha mostrado que éste no está envenenado, sino que hay una perla en el fondo de él.

Y no sólo el dolor de quien tiene la fe, sino de todo dolor humano. Él murió por todos. «Cuando yo sea levantado sobre la tierra —había dicho—, atraeré a todos a mí» (Jn 12,32). ¡Todos, no sólo algunos! «Sufrir —escribía san Juan Pablo II desde su cama de hospital después del atentado— significa hacerse particularmente receptivos, especialmente abiertos a la acción de las fuerzas salvíficas de Dios ofrecidas a la humanidad en Cristo». Gracias a la cruz de Cristo, el sufrimiento se ha convertido también, a su manera, en una especie de «sacramento universal de salvación» para el género humano.

¿Cuál es la luz que todo esto arroja sobre la situación dramática que está viviendo la humanidad? También aquí, más que a las causas, debemos mirar a los efectos. No sólo los negativos, cuyo triste parte escuchamos cada día, sino también los positivos que sólo una observación más atenta nos ayuda a captar. La pandemia del Coronavirus nos ha despertado bruscamente del peligro mayor que siempre han corrido los individuos y la humanidad: el del delirio de omnipotencia. Tenemos la ocasión —ha escrito un conocido Rabino judío— de celebrar este año un especial éxodo pascual, salir «del exilio de la conciencia». Ha bastado el más pequeño y deforme elemento de la naturaleza, un virus, para recordarnos que somos mortales, que la potencia militar y la tecnología no bastan para salvarnos. «El hombre en la prosperidad no comprende —dice un salmo de la Biblia—, es como los animales que perecen» (Sal 49,21). ¡Qué verdad es!

Mientras pintaba al fresco la catedral de San Pablo en Londres, el pintor James Thornhill, en un cierto momento, se sobrecogió con tanto entusiasmo por su fresco que, retrocediendo para verlo mejor, no se daba cuenta de que se iba a precipitar al vacío desde los andamios. Un asistente, horrorizado, comprendió que un grito de llamada sólo habría acelerado el desastre. Sin pensarlo dos veces, mojó un pincel en el color y lo arrojó en medio del fresco. El maestro, estupefacto, dio un salto hacia adelante. Su obra estaba comprometida, pero él estaba a salvo.
Así actúa a veces Dios con nosotros: trastorna nuestros proyectos y nuestra tranquilidad, para salvarnos del abismo que no vemos.

Pero atentos a no engañarnos. No es Dios quien ha arrojado el pincel sobre el fresco de nuestra orgullosa civilización tecnológica. ¡Dios es aliado nuestro, no del virus! «Tengo proyectos de paz, no de aflicción», nos dice él mismo en la Biblia (Jer 29,11). Si estos flagelos fueran castigos de Dios, no se explicaría por qué se abaten igual sobre buenos y malos, y por qué los pobres son los que más sufren sus consecuencias. ¿Son ellos más pecadores que otros?

¡No! El que lloró un día por la muerte de Lázaro llora hoy por el flagelo que ha caído sobre la humanidad. Sí, Dios "sufre", como cada padre y cada madre. Cuando nos enteremos un día, nos avergonzaremos de todas las acusaciones que hicimos contra él en la vida. Dios participa en nuestro dolor para vencerlo. «Dios —escribe san Agustín—, siendo supremamente bueno, no permitiría jamás que cualquier mal existiera en sus obras, si no fuera lo suficientemente poderoso y bueno, para sacar del mal mismo el bien».

¿Acaso Dios Padre ha querido la muerte de su Hijo, para sacar un bien de ella? No, simplemente ha permitido que la libertad humana siguiera su curso, haciendo, sin embargo, que sirviera a su plan, no al de los hombres. Esto vale también para los males naturales como los terremotos y las pestes. Él no los suscita. Él ha dado también de la naturaleza una especie de libertad, cualitativamente diferente, sin duda, de la libertad moral del hombre, pero siempre una forma de libertad. Libertad de evolucionar según sus leyes de desarrollo. No ha creado el mundo como un reloj programado con antelación en cualquier mínimo movimiento suyo. Es lo que algunos llaman la casualidad, y que la Biblia, en cambio, llama «sabiduría de Dios».

El otro fruto positivo de la presente crisis sanitaria es el sentimiento de solidaridad. ¿Cuándo, en la memoria humana, los pueblos de todas las naciones se sintieron tan unidos, tan iguales, tan poco litigiosos, como en este momento de dolor? Nunca como ahora hemos percibido la verdad del grito de un nuestro poeta: «¡Hombres, paz! Sobre la tierra postrada demasiado es el misterio» 5. Nos hemos olvidado de los muros a construir. El virus no conoce fronteras. En un instante ha derribado todas las barreras y las distinciones: de raza, de religión, de censo, de poder. No debemos volver atrás cuando este momento haya pasado. Como nos ha exhortado el Santo Padre no debemos desaprovechar esta ocasión. No hagamos que tanto dolor, tantos muertos, tanto compromiso heroico por parte de los agentes sanitarios haya sido en vano. Esta es la «recesión» que más debemos temer.

De las espadas forjarán arados,
de las lanzas, podaderas.
No alzará la espada pueblo contra pueblo,
no se adiestrarán para la guerra (Is 2,4).

Es el momento de realizar algo de esta profecía de Isaías cuyo cumplimiento espera desde siempre la humanidad. Digamos basta a la trágica carrera de armamentos. Gritadlo con todas vuestras fuerzas, jóvenes, porque es sobre todo vuestro destino lo que está en juego. Destinemos los ilimitados recursos empleados para las armas para los fines cuya necesidad y urgencia vemos en estas situaciones: la salud, la higiene, la alimentación, la lucha contra la pobreza, el cuidado de lo creado. Dejemos a la generación que venga un mundo más pobre de cosas y de dinero, si es necesario, pero más rico en humanidad.

La Palabra de Dios nos dice qué es lo primero que debemos hacer en momentos como estos: gritar a Dios. Es él mismo quien pone en labios de los hombres las palabras que hay que gritarle, a veces incluso palabras duras, de llanto y casi de acusación. «¡Levántate, Señor, ven en nuestra ayuda! ¡Sálvanos por tu misericordia! […] ¡Despierta, no nos rechaces para siempre!» (Sal 44,24.27). «Señor, ¿no te importa que perezcamos?» (Mc 4,38).
¿Acaso a Dios le gusta que se le rece para conceder sus beneficios? ¿Acaso nuestra oración puede hacer cambiar sus planes a Dios? No, pero hay cosas que Dios ha decidido concedernos como fruto conjunto de su gracia y de nuestra oración, casi para compartir con sus criaturas el mérito del beneficio recibido 6. Es él quien nos impulsa a hacerlo: «Pedid y recibiréis, ha dicho Jesús, llamad y se os abrirá» (Mt 7,7).

Cuando, en el desierto, los judíos eran mordidos por serpientes venenosas, Dios ordenó a Moisés que levantara en un estandarte una serpiente de bronce, y quien lo miraba no moría. Jesús se ha apropiado de este símbolo. «Como Moisés levantó la serpiente en el desierto —le dijo a Nicodemo— así es preciso que sea levantado el Hijo del hombre, para que todo aquel que cree en él tenga vida eterna» (Jn 3,14-15). También nosotros, en este momento, somos mordidos por una «serpiente» venenosa invisible. Miremos a Aquel que fue «levantado» por nosotros en la cruz. Adorémoslo por nosotros y por todo el género humano. Quien lo mira con fe no muere. Y si muere, será para entrar en la vida eterna.

"Después de tres días resucitaré", predijo Jesús (cf. Mt 9, 31). Nosotros también, después de estos días que esperamos sean cortos, nos levantaremos y saldremos de las tumbas de nuestros hogares. No para volver a la vida anterior como Lázaro, sino a una vida nueva, como Jesús. Una vida más fraterna, más humana. ¡Más cristiana!


Basílica de San Pedro. Viernes Santo, 10 de abril de 2020

Homilía del Papa Francisco, el Jueves Santo.




La Eucaristía, el servicio, la unción.

La realidad que vivimos hoy en esta celebración: el Señor que quiere permanecer con nosotros en la Eucaristía. Y nosotros nos convertimos siempre en sagrarios del Señor; llevamos al Señor con nosotros, hasta el punto de que Él mismo nos dice que si no comemos su cuerpo y bebemos su sangre, no entraremos en el Reino de los Cielos. Este es el misterio del pan y del vino, del Señor con nosotros, en nosotros, dentro de nosotros.

El servicio. Ese gesto que es una condición para entrar en el Reino de los Cielos. Servir, sí, a todos. Pero el Señor, en aquel intercambio de palabras que tuvo con Pedro (cf. Jn 13,6-9), le hizo comprender que para entrar en el Reino de los Cielos debemos dejar que el Señor nos sirva, que el Siervo de Dios sea siervo de nosotros. Y esto es difícil de entender. Si no dejo que el Señor sea mi siervo, que el Señor me lave, me haga crecer, me perdone, no entraré en el Reino de los Cielos.

Y el sacerdocio. Hoy quisiera estar cerca de los sacerdotes, de todos los sacerdotes, desde el recién ordenado hasta el Papa. Todos somos sacerdotes: los obispos, todos... Somos ungidos, ungidos por el Señor; ungidos para celebrar la Eucaristía, ungidos para servir.

Hoy no hemos tenido la Misa Crismal —espero que podamos tenerla antes de Pentecostés, de lo contrario tendremos que posponerla hasta el año que viene—, sin embargo, no puedo dejar pasar esta Misa sin recordar a los sacerdotes. Sacerdotes que ofrecen su vida por el Señor, sacerdotes que son servidores. En estos días, más de sesenta han muerto aquí, en Italia, atendiendo a los enfermos en los hospitales, juntamente con médicos, enfermeros, enfermeras... Son “los santos de la puerta de al lado”, sacerdotes que dieron su vida sirviendo. Y pienso en los que están lejos. Hoy recibí una carta de un sacerdote franciscano, capellán de una prisión lejana, que cuenta cómo vive esta Semana Santa con los prisioneros. Sacerdotes que van lejos para llevar el Evangelio y morir allí. Un obispo me dijo que lo primero que hacía cuando llegaba a un lugar de misión, era ir al cementerio, a la tumba de los sacerdotes que murieron allí, jóvenes, por la peste y enfermedades de aquel lugar: no estaban preparados, no tenían los anticuerpos. Nadie sabe sus nombres: sacerdotes anónimos. Los curas de los pueblos, que son párrocos en cuatro, cinco, siete pueblos de montaña; van de uno a otro, y conocen a la gente... Una vez, uno de ellos me dijo que sabía el nombre de todas las personas de los pueblos. “¿En serio?”, le dije. Y él me dijo: “¡Y también el nombre de los perros!”. Conocen a todos. La cercanía sacerdotal. Sacerdotes buenos, sacerdotes valientes.

Hoy os llevo en mi corazón y os llevo al altar. Sacerdotes calumniados. Muchas veces sucede hoy, que no pueden salir a la calle porque les dicen cosas feas, con motivo del drama que hemos vivido con el descubrimiento de las malas acciones de sacerdotes. Algunos me dijeron que no podían salir de la casa con el clergyman porque los insultaban; y ellos seguían. Sacerdotes pecadores, que junto con los obispos y el Papa pecador no se olvidan de pedir perdón y aprenden a perdonar, porque saben que necesitan pedir perdón y perdonar. Todos somos pecadores. Sacerdotes que sufren crisis, que no saben qué hacer, se encuentran en la oscuridad...

Hoy todos vosotros, hermanos sacerdotes, estáis conmigo en el altar, vosotros, consagrados. Sólo os digo esto: no sed tercos como Pedro. Dejaos lavar los pies. El Señor es vuestro siervo, está cerca de vosotros para fortaleceros, para lavaros los pies.

Y así, con esta conciencia de la necesidad de ser lavado, ¡sed grandes perdonadores! ¡Perdonad! Corazón de gran generosidad en el perdón. Es la medida con la que seremos medidos. Como has perdonado, serás perdonado: la misma medida. No tened miedo de perdonar. A veces hay dudas... Mirad a Cristo, mirad al Crucificado. Allí está el perdón para todos. Sed valientes, incluso arriesgando en el perdón para consolar. Y si no podéis dar el perdón sacramental en ese momento, al menos dad el consuelo de un hermano que acompaña y deja la puerta abierta para que [esa persona] regrese.

Doy gracias a Dios por la gracia del sacerdocio, todos nosotros agradecemos. Doy gracias a Dios por vosotros, sacerdotes. ¡Jesús os ama! Sólo os pide que os dejéis lavar los pies.


Basílica de San Pedro. Jueves Santo, 9 de abril de 2020

14 abril 2020

¿Misa por televisión o celebración en casa?


Cuando no es posible participar en la misa dominical, ¿qué es más adecuado? ¿Participar en una humilde celebración de la Palabra en casa, o seguir la misa por televisión, presidida quizá por el Papa desde la basílica de San Pedro con un coro estupendo? Sin quitar nada al precioso consuelo que nos puede aportar la misa transmitida por televisión, la respuesta es clara: la celebración de la Palabra.

¿Cómo puede ser? Cuando varias personas se reúnen en nombre de Jesucristo para celebrar su Palabra, con la intención de ser un solo corazón y un solo espíritu con su Iglesia, están realizando dos promesas eficaces, una formulada por el mismo Jesús y la otra por su Iglesia.

La primera promesa es de Jesús: “Donde hay dos o tres reunidos en mi Nombre, yo estoy presente en medio de ellos” (Mateo 18, 20). Cuando en este tiempo de confinamiento nos reunimos en casa para celebrar su Palabra, no cabe la menor duda de que Jesucristo está presente entre nosotros.

La segunda promesa es de la Iglesia. En efecto, el Concilio Vaticano II (principalmente) nos enseña que cuando nos reunimos para leer la Escritura en Iglesia, nos habla el Verbo mismo de Dios, Jesucristo. Su Palabra, entonces, se convierte en auténtico alimento para nuestra vida.

Peo, ¿cómo podemos saber que estamos celebrando “en Iglesia”? Cuando ampliamos el horizonte de nuestra “asamblea” a los horizontes de la Iglesia y del mundo, y cuando seguimos las fórmulas litúrgicas que la Iglesia recomienda para estas celebraciones de la Palabra.
“Haz de tu casa una Iglesia”

Y si además, la asamblea reunida en casa (dos o más personas) está constituida por miembros de la familia, aunque se trate de una familia ampliada (tíos, amigos, vecinos…), constituye realmente Iglesia por gracia de la Iglesia doméstica (Cf. Lumen Gentium 11, Familiaris Consortio 21).

¿Qué es la Iglesia doméstica? La familia. “Aquí es donde se ejercita de manera privilegiada el sacerdocio bautismal del padre de familia, de la madre, de los hijos, de todos los miembros de la familia”, explica el Catecismo de la Iglesia Católica en el número 1657.

“Aquí se aprende la paciencia y el gozo del trabajo, el amor fraterno, el perdón generoso, incluso reiterado, y sobre todo el culto divino por medio de la oración y la ofrenda de la propia vida”.

No dejemos, por tanto, de escuchar a san Juan Crisóstomo, quien aconsejaba a un padre de familia: “Haz de tu casa una Iglesia”.

La Iglesia doméstica, secreto del milagro coreano

El catecismo y las celebraciones de la Palabra en familia son el secreto del milagro coreano. El nacimiento de la Iglesia en Corea fue ya de por sí un milagro.
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La fe no fue anunciada en primer lugar por los misioneros, sino que fue descubierta a finales del siglo XVIII por un filósofo, Lee Byeok, y un grupo de amigos, gracias a libros en chino que cayeron en sus manos, en los que se presentaba la fe cristiana, escritos probablemente por Matteo Ricci.

Después de muchas peripecias, el primer sacerdote misionero llegó a Corea en 1836, cincuenta años después del primer bautismo de un coreano. En ese momento, el país ya contaba con unos 20 mil cristianos.

En 1845, fue ordenado el primer sacerdote coreano, Andrés Kim. Murió durante la gran persecución de 1846. A partir de ese momento, las persecuciones no cesaron durante un siglo, incluyendo el período de la dominación japonesa.

Y, a pesar de no tener ni obispos ni sacerdotes, la comunidad cristiana no solo sobrevivió, sino que además creció. Qué sorpresa se llevaron los sacerdotes que entraron en el país, en 1945, tras la liberación de Corea, al descubrir una comunidad católica dinámica, en la que sus miembros conocían de memoria el catecismo, las grandes oraciones, e incluso las respuestas de los fieles a la misa, aunque esta no se había celebrado desde hacía cien años.
La misa en televisión, un precioso consuelo

Ahora bien, la misa por televisión sigue siendo al menos un tesoro irremplazable para las personas solas, los enfermos y los ancianos. Quienes siguen la misa por televisión están invitados a unirse de corazón en comunión con la Iglesia. Escuchan la Palabra de Dios y pueden meditarla. Pueden comulgar espiritualmente.
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De este modo, en tiempos de confinamiento, la misa transmitida por televisión o Internet se convierte en un gran consuelo para muchas personas.

Ahora bien, está claro que la misa en la televisión o por Internet no sustituye a la misa real. Es una cuestión esencial, no es un accidente. En circunstancias normales, cuando es posible ir a una misa real, debemos ir a misa. Ver la misa en la tele, aunque sea el Papa quien celebra, no es lo mismo que la participación en el sacramento en la parroquia.
El cristianismo, religión de la encarnación

Nos puede ayudar a comprender esta cuestión la siguiente comparación: ver cómo un chef de cocina prepara una cena maravillosa en la tele para sus invitados está muy bien, pero formar parte de los invitados de esa mesa y participar en esa conversación es algo totalmente diferente.

Como ha explicado el sacerdote Pierre Amar en un artículo publicado en Aleteia, “lo que vemos en la tele o por Internet (en este momento, muchos sacerdotes graban las misas que celebran en privado), aunque sea en directo, NO es la realidad: es una imagen de la realidad”. Por el contrario, una celebración de la Palabra, por más humilde que sea, sí que es algo real.

El padre Amar añade: “Los cristianos son los adeptos del Encuentro. Dios se ha hecho carne, se ha encarnado, tomó un cuerpo y un rostro. Cuando quiso salvar al mundo, envió a su Hijo, con sangre, sudor y lágrimas. No envió una carta, ni un mensaje…, ¡ni un e-mail!”. Ni una transmisión en directo de televisión…


Fuente: Aleteia Español.

13 abril 2020

Lunes de la octava de Pascua. Evangelio y Reflexión.


Lectura del santo evangelio según san Mateo 28, 8-15

En aquel tiempo, las mujeres se marcharon a toda prisa del sepulcro; llenas de miedo y de alegría corrieron a anunciarlo a los discípulos.
De pronto, Jesús salió al encuentro y les dijo:
«Alegraos».
Ellas se acercaron, le abrazaron los pies y se postraron ante él.
Jesús les dijo:
«No temáis: id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán».
Mientras las mujeres iban de camino, algunos de la guardia fueron a la ciudad y comunicaron a los sumos sacerdotes todo lo ocurrido. Ellos, reunidos con los ancianos, llegaron a un acuerdo y dieron a los soldados una fuerte suma, encargándoles:
«Decid que sus discípulos fueron de noche y robaron el cuerpo mientras vosotros dormíais. Y si esto llega a oídos del gobernados, nosotros nos lo ganaremos y os sacaremos de apuros».
Ellos tomaron el dinero y obraron conforme a las instrucciones. Y esta historia se ha ido difundiendo entre los judíos hasta hoy.


Reflexión

Hoy comenzamos la octava de Pascua, y se propone como Evangelios las apariciones del Señor Resucitado, en el que recordamos que Jesús permaneció como los apóstoles. La Iglesia nos propone estos días para contemplar la Resurrección y hacernos partícipes de ella.

La Primera Lectura de los Hechos Apóstoles,
nos presenta la proclamación del mensaje de cristiano, lo que se llama “el kerigma” encabezada por una confesión valiente del nombre de Cristo. Dios se manifiesta por medio de Cristo. Él, para liberarnos de la corrupción de la muerte tuvo que pasar por una muerte, y una muerte de Cruz, y de ahí, implanta un sendero de vida gloriosa.

Salmo 15: “Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti”
La resurrección de Cristo es esperanza de incorrupción. Ella hace posible que las afirmaciones del salmista tengan plenitud de sentido en los labios del cristiano. Por Cristo, el cristiano puede vivir su vida en clave de VIDA.

En el Evangelio de Mateo,
nos muestra dos pilares del Resucitado. Por un lado, la aparición a las mujeres. Ellas son las encargadas de transmitir el anuncio del Resucitado. Porque no podemos olvidar que la mujer es la quien recibe la “sorpresa” de encontrase la piedra rodada sepulcro, porque Cristo, no estaba allí, había RESUCITADO. Es una preparación a la manifestación a los discípulos, que serán testigos del Resucitado; y el otro lado, es como el Evangelista habla del “sepulcro vacío” para ridiculizar y desmontar el testimonio de los soldados, esos que custodiaban la entrada del sepulcro.

Pidamos a nuestra Madre de la Paloma, que nos ayude a ser valiente para que podamos anunciar el Kerigma a todas las personas en este tiempo del COVID-19.

12 abril 2020

Reflexión.


¡Cristo ha resucitado! ¡Aleluya!
En la alegría de la Pascua, nos encontramos aquí reunidos en torno a Jesús, el Señor resucitado. Él nos convoca para que vivamos su vida, para que nos llenemos de su amor y de su paz y celebremos juntos y llenos de alegría y esperanza esta eucaristía.
La Resurrección de Cristo inaugura el tiempo de la nueva creación en él y en nosotros. El Bautismo y la Eucaristía nos comunican esa nueva vida, que ha de manifestarse en no vivir ya para nosotros, sino para Cristo, en una vida de amor y de servicio.

En los Hechos de los Apóstoles,
la predicación de Pedro resume la vida, la muerte y la resurrección de Jesucristo. Cuantos creen en él reciben el perdón de los pecados y la vida nueva.
Los testigos dan testimonio, no solamente de la Resurrección, sino de todo el misterio de Jesús. Así prologan el testimonio de los profetas, cumplen el mandato del Señor y proclaman ante en pueblo, la salvación universal.

Salmo 117: “Este es el día en que actuó el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo”.
nos muestra como acompañaba Israel las procesiones litúrgicas hacia el templo de Jerusalén, donde el pueblo se congregaba para bendecir a Dios por sus grandes maravillas.

San Pablo en su carta a los Colosenses,
exige al cristiano que viva una vida nueva en virtud de la incorporación que tiene desde su bautismo con Cristo Resucitado. La resurrección de Cristo es una fuerza que nos resucita a todos. Hemos de pasar de la muerte a la vida.

La Secuencia, que se lee ante del Evangelio,
Es una composición poética, que la Iglesia lee o canta y que podemos rezar e interiorizarla.

En Evangelio de Juan,
nos habla que para los discípulos todo era, en aquella víspera de la resurrección, como un rompecabezas que no encajase porque le faltara una pieza. Es pieza era la clave que les hiciera coherente sus experiencias vividas como discípulos. Es decir, le faltaban la experiencia de la RESURRECCIÓN. No se podían quedar en el pasado, tenían que mirar al presente. Ellos buscan a Jesús de entre los muertos, y no podía ser. Tenían que buscarlos entre los vivos al que está VIVO. Y desde ahí, empiezan a entender el misterio de Cristo.
La Buena Noticia: Cristo ha resucitado y llena de alegría el corazón de las mujeres y de los apóstoles. También el nuestro.

Pidamos a nuestra Madre, la Virgen, que nos ayude a poder contagiarnos de la Resurrección y a unirnos a Él, quién es grito de AMOR, de PAZ, el que entiende la VIDA Y nos hace partícipe de su canto a la VIDA.

Evangelio. Domingo I de Pascua.


Evangelio según San Juan.

El primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro. Echó a correr y fue a donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, a quien quería Jesús, y les dijo:

—Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto.

Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; e, inclinándose, vio los lienzos tendidos; pero no entró. Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro; vio los lienzos tendidos y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no los lienzos, sino enrollado en un sitio aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó. Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que Él había de resucitar de entre los muertos.

Palabra del Señor

Secuencia.


Secuencia

Ofrezcan los cristianos
ofrendas de alabanza
a gloria de la Víctima
propicia de la Pascua.

Cordero sin pecado
que a las ovejas salva,
a Dios y a los culpables
unió con nueva alianza.

Lucharon vida y muerte
en singular batalla
y, muerto el que es la Vida,
triunfante se levanta.

¿Qué has visto de camino,
María, en la mañana?
A mi Señor glorioso, la tumba abandonada,
los ángeles testigos,
sudarios y mortaja.

¡Resucitó de veras
mi amor y mi esperanza!

Venid a Galilea,
allí el Señor aguarda;
allí veréis los suyos
la gloria de la Pascua.

Primicia de los muertos,
sabemos por tu gracia
que estás resucitado;
la muerte en ti no manda.

Rey vencedor, apiádate
de la miseria humana
y da a tus fieles parte
en tu victoria santa.Secuencia

¡¡Feliz Pascua de Resurrección!! Esta es la NOCHE SANTA, en la que se han roto las cadenas de la muerte y Cristo Resucitado nos dice: "Soy de ti, soy sin más.. Soy ese canto a la VIDA".



Así hemos celebrado la Virgilia Pascual en nuestra Parroquia.