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26 abril 2018

Llanto por Cristo.


En el P. Méndez la persona de Cristo juega un papel esencial. Cristo es todo para él y él todo para Cristo. Gira alrededor de él constantemente, sigue sus impulsos, accede a sus deseos. Se da una mutua compenetración, una ayuda mutua, una donación total, segura, continua y recíproca.

Un hombre peregrino, molestado por las espinas de la tierra, precisa una imagen donde acudir y clavar las pupilas en los tiempos de aflicción. El P. Méndez la encuentra en el crucifijo, su espejo y su estímulo. Con él en sus manos y ante sus ojos pasa por todo. De ahí que viva la Pasión de Cristo y la refleje en sus sentimientos y en sus obras.

Vibra por Cristo doloroso y paciente. La Pasión de Cristo le atrae     extraordinariamente.

El recuerdo de las horas amargas de Jesús y su horrorosa muerte se lo trae el viacrucis que recorre diariamente:

“Todos los días practicaba la devoción del Santo viacrucis y el recuerdo de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo le llevaba a practicar muchas mortificaciones”.

Es un modelo. ¡Cuánto se parece a Cristo lacerado, pobre, aislado, mortificado!

“Mientras vivió –aseguran- dirigía el viacrucis él mismo todos los domingos y viernes de cuaresma”.

Si siempre lo recomendaba, insistía mucho en que lo practicaran durante la Cuaresma, principalmente los viernes. Personalmente lo practicaba con mucho recogimiento, “y cuando lo hacía con nosotras se le veía llorar. No sabía hablar de la Pasión sin lágrimas”, afirma un testigo.

Durante el triduo sacro, la gran casa de Marqués de Urquijo parecía un reflejo del fervor del P. Méndez:

“En los día de Jueves, Viernes y Sábado Santo, hasta que tocaban a resurrección, nos tenia rigurosamente prohibido que faltásemos al silencio y, a pesar de que éramos quinientas en la casa, nos infundía tal respeto el recogimiento del Siervo de Dios que no se oía una sola palabra”.

Para todas exigía gran recogimiento con su triple cometido: meditar los misterios de la Pasión de Nuestro Redentor, llorar amargamente los pecados –causa de aquellos tormentos y muerte dolorosísima- y prepararse para resucitar con Cristo a vida de santidad.

Quería que se celebrara con devoción extraordinaria la Semana Santa. Mandaba colocar imágenes en los tránsitos y que estuvieran como en penumbra para ayudar al recogimiento y a la piedad. El viernes dirigía personalmente el viacrucis solemne. Y para que sus religiosas pudieran seguir los cultos litúrgicos, daba a cada una la Semanilla, el misalito de aquellos días.

Mucho le costaba celebrar la Semana Santa en la capilla propia, porque debía asistir como canónigo a la catedral. Por el horario, la Hora Santa del Jueves –que celebraba y preparaba con mucha devoción- la tenía a la una de la tarde.

Predicaba él siempre las siete palabras del Viernes. Impresionaba su estilo, sus gestos, su acento. Terminaba llorando.

“Quería predicar siempre las Siete Palabras –afirman-, y venía tanta gente para escucharle y contemplarle que había que dejar toda la iglesia para la gente de fuera. Cuando llegaba a comentar la muerte del Señor, todos los años, al decir la palabra expiró, daba un suave golpe con su mano en el púlpito y bajaba la cabeza unos momentos y también se le veía llorar”.

Este llanto por Cristo, muerto en una cruz, denota un océano de amor hacia él en un hombre que no sabe ni acierta a llorar en los peores trances de su vida.


Hermana Trinitaria
www.revistaecclesia.com

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