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09 junio 2013

Evangelio. Domingo X del Tiempo Ordinario.


Según San Lucas 7, 11-17.

En aquel tiempo, Jesús se fue a una ciudad llamada Naím, e iban con Él sus discípulos y una gran muchedumbre. Cuando se acercaba a la puerta de la ciudad, sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era viuda, a la que acompañaba mucha gente de la ciudad. Al verla el Señor, tuvo compasión de ella, y le dijo: No llores. Y, acercándose, tocó el féretro. Los que lo llevaban se pararon, y Él dijo: Joven, a ti te digo: levántate. El muerto se incorporó y se puso a hablar, y Él se lo dio a su madre. El temor se apoderó de todos, y glorificaban a Dios, diciendo: «Un gran profeta se ha levantado entre nosotros», y Dios ha visitado a su pueblo. Y lo que se decía de Él, se propagó por toda Judea y por toda la región circunvecina.


Reflexión.

Hoy también nosotros quisiéramos enjugar todas las lágrimas de este mundo. Los medios de comunicación nos muestran hoy más que nunca los dolores de la humanidad. Si pudiéramos, a tantos hombres y mujeres les diríamos levántate. Pero…, no podemos, ¡Ayúdanos Señor!
Ante esta sensación de impotencia, procuremos reaccionar con sentido sobrenatural y con sentido común. Sentido sobrenatural, en primer lugar, para ponernos inmediatamente en manos de Dios: no estamos solos. La impotencia es nuestra, no de Él. La peor de todas las tragedias es la moderna pretensión de edificar un mundo sin Dios e, incluso, a espaldas de Dios. Desde luego es posible edificar “algo” sin Dios, pero la historia nos ha mostrado sobradamente que este “algo” es frecuentemente inhumano. Aprendámoslo de una vez por todas: Sin mí no podéis hacer nada.
Y en segundo lugar, reflexionemos en lo que nos dijo el Papa Francisco: «conmoverse (“moverse-con”), compadecerse (“padecer-con”) el prójimo.

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