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08 julio 2012

Evangelio. Domingo XVI del Tiempo Ordinario.

Según San Marcos 6, 1-6.  

En aquel tiempo, Jesús fue a su patria, y sus discípulos le seguían. Cuando llegó el sábado se puso a enseñar en la sinagoga. La multitud, al oírle, quedaba maravillada, y decía: «¿De dónde le viene esto? y ¿qué sabiduría es ésta que le ha sido dada? ¿Y esos milagros hechos por sus manos? ¿No es éste el carpintero, el hijo de María y hermano de Santiago, José, Judas y Simón? ¿Y no están sus hermanas aquí entre nosotros?». Y se escandalizaban a causa de Él. Jesús les dijo: «Un profeta sólo en su patria, entre sus parientes y en su casa carece de prestigio». Y no podía hacer allí ningún milagro, a excepción de unos pocos enfermos a quienes curó imponiéndoles las manos. Y se extrañó de su falta de fe.

Reflexión: (Hoy domingo, la copio de una página web que me han pasado y la comparto con todos ustedes).

Si la Palabra de Dios nos urge a un cambio de vida, debemos por fuerza abandonar cierta forma de pensar y de ser para comenzar de nuevo algo sobre lo cual no tenemos experiencia ni garantía de felicidad y éxito. Escuchar la Palabra de Dios es como saltar sobre un vacío… y sentir por un instante la sensación de volar sobre la nada.
Este miedo suele ser de consecuencias fatales para una comunidad: aferrados a lo que siempre tuvimos por verdadero, nos levantamos airados contra todo intento de cambio, sin analizar, siquiera por un momento, si el cambio responde o no a una forma más auténtica de vivir el Evangelio.
Por eso, siempre hubo resistencias a las reformas de la Iglesia, tanto por parte de los laicos como de los sacerdotes y obispos. Una vez que estamos instalados, con nuestros esquemas endurecidos y, digámoslo de paso, cobijados y seguros bajo cierto régimen, se hace muy duro hasta el solo hecho de ponerse a pensar que quizá sea necesario un cambio.
El hombre ama lo seguro… y la Palabra de Dios, tal como hizo con Abraham, suele invitarnos a caminar «hacia la tierra que yo te mostraré», pero que nosotros no vemos ni tenemos tanta seguridad de poseerla.
Por otra parte, la fe no es una ciencia matemática o experimental que pueda demostrar hasta la evidencia todos sus postulados. Siempre la fe trabaja sobre ciertas dosis de confianza en el Dios que habla. Pero ahí está el problema del hombre: ¿Quién le asegura que todo lo que se dice como Palabra de Dios es realmente cierto?

Miedo a encontrarnos con nosotros mismos

Es el motivo que sintetiza toda nuestra resistencia: el temor a nuestra verdad desnuda, la que emerge de nuestro yo verdadero y real.
La Biblia nos presenta al hombre como un ser mentiroso desde el principio, como si la mentira consigo mismo y con los demás fuese su arma más espontánea y la que mejor sabe esgrimir. No hace falta que nos enseñen a mentir.
Ante lo que nos molesta y duele en el orgullo, todos sabemos recurrir a sutiles formas para auto engañarnos y engañar a los demás. Toda verdad duele y exige, sacude nuestra pereza, aplasta nuestro orgullo y pone al descubierto esa oscura fuerza que nos avergüenza pero que también nos domina.
No es extraño, por lo tanto, que el evangelista Marcos nos muestre, con su crudeza habitual, el triste espectáculo de los paisanos de Jesús que -sin motivo alguno serio- resistieron sistemáticamente a su predicación, a tal punto que el mismo Jesús se asombró de su falta de fe y, como cuenta Lucas, por poco terminan con él tirándolo por un despeñadero.
Si buscáramos realmente la verdad, la verdad desnuda, la encontraríamos en cualquier parte y de cualquier forma. La verdad no tiene autor, ni título ni estuche especial. Hasta nos puede venir de un enemigo o del que está en la acera de enfrente. Si fuéramos sinceros en buscarla, cuántas barreras caerían, cómo valoraríamos a los demás, cómo dejaríamos de condenar al que no piensa como nosotros.

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