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04 julio 2022

Quinta parte. Los puntos de 50 al 65 de la carta apostólica del Papa Francisco sobre la formación litúrgica del pueblo de Dios


50. De estas breves observaciones se desprende que el arte de celebrar no se puede improvisar. Como cualquier arte, requiere una aplicación asidua. Un artesano sólo necesita la técnica; un artista, además de los conocimientos técnicos, no puede carecer de inspiración, que es una forma positiva de posesión: el verdadero artista no posee un arte, ni es poseído por él. Uno no aprende el arte de celebrar porque asista a un curso de oratoria o de técnicas de comunicación persuasiva (no juzgo las intenciones, veo los efectos). Toda herramienta puede ser útil, pero siempre debe estar sujeta a la naturaleza de la Liturgia y a la acción del Espíritu. Es necesaria una dedicación diligente a la celebración, dejando que la propia celebración nos transmita su arte. Guardini escribe: «Debemos darnos cuenta de lo profundamente arraigados que estamos todavía en el individualismo y el subjetivismo, de lo poco acostumbrados que estamos a la llamada de las cosas grandes y de lo pequeña que es la medida de nuestra vida religiosa. Hay que despertar el sentido de la grandeza de la oración, la voluntad de implicar también nuestra existencia en ella. Pero el camino hacia estas metas es la disciplina, la renuncia a un sentimentalismo blando; un trabajo serio, realizado en obediencia a la Iglesia, en relación con nuestro ser y nuestro comportamiento religioso» [15]. Así es como se aprende el arte de la celebración.


51. Al hablar de este tema, podemos pensar que sólo concierne a los ministros ordenados que ejercen el servicio de la presidencia. En realidad, es una actitud a la que están llamados a vivir todos los bautizados. Pienso en todos los gestos y palabras que pertenecen a la asamblea: reunirse, caminar en procesión, sentarse, estar de pie, arrodillarse, cantar, estar en silencio, aclamar, mirar, escuchar. Son muchas las formas en que la asamblea, como un solo hombre (Neh 8,1), participa en la celebración. Realizar todos juntos el mismo gesto, hablar todos a la vez, transmite a los individuos la fuerza de toda la asamblea. Es una uniformidad que no sólo no mortifica, sino que, por el contrario, educa a cada fiel a descubrir la auténtica singularidad de su personalidad, no con actitudes individualistas, sino siendo conscientes de ser un solo cuerpo. No se trata de tener que seguir un protocolo litúrgico: se trata más bien de una “disciplina” – en el sentido utilizado por Guardini – que, si se observa con autenticidad, nos forma: son gestos y palabras que ponen orden en nuestro mundo interior, haciéndonos experimentar sentimientos, actitudes, comportamientos. No son el enunciado de un ideal en el que inspirarnos, sino una acción que implica al cuerpo en su totalidad, es decir, ser unidad de alma y cuerpo.


52. Entre los gestos rituales que pertenecen a toda la asamblea, el silencio ocupa un lugar de absoluta importancia. Varias veces se prescribe expresamente en las rúbricas: toda la celebración eucarística está inmersa en el silencio que precede a su inicio y marca cada momento de su desarrollo ritual. En efecto, está presente en el acto penitencial; después de la invitación a la oración; en la Liturgia de la Palabra (antes de las lecturas, entre las lecturas y después de la homilía); en la plegaria eucarística; después de la comunión [16]. No es un refugio para esconderse en un aislamiento intimista, padeciendo la ritualidad como si fuera una distracción: tal silencio estaría en contradicción con la esencia misma de la celebración. El silencio litúrgico es mucho más: es el símbolo de la presencia y la acción del Espíritu Santo que anima toda la acción celebrativa, por lo que, a menudo, constituye la culminación de una secuencia ritual. Precisamente porque es un símbolo del Espíritu, tiene el poder de expresar su acción multiforme. Así, retomando los momentos que he recordado anteriormente, el silencio mueve al arrepentimiento y al deseo de conversión; suscita la escucha de la Palabra y la oración; dispone a la adoración del Cuerpo y la Sangre de Cristo; sugiere a cada uno, en la intimidad de la comunión, lo que el Espíritu quiere obrar en nuestra vida para conformarnos con el Pan partido. Por eso, estamos llamados a realizar con extremo cuidado el gesto simbólico del silencio: en él nos da forma el Espíritu.


53. Cada gesto y cada palabra contienen una acción precisa que es siempre nueva, porque encuentra un momento siempre nuevo en nuestra vida. Permitidme explicarlo con un sencillo ejemplo. Nos arrodillamos para pedir perdón; para doblegar nuestro orgullo; para entregar nuestras lágrimas a Dios; para suplicar su intervención; para agradecerle un don recibido: es siempre el mismo gesto, que expresa esencialmente nuestra pequeñez ante Dios. Sin embargo, realizado en diferentes momentos de nuestra vida, modela nuestra profunda interioridad y posteriormente se manifiesta externamente en nuestra relación con Dios y con nuestros hermanos. Arrodillarse debe hacerse también con arte, es decir, con plena conciencia de su significado simbólico y de la necesidad que tenemos de expresar, mediante este gesto, nuestro modo de estar en presencia del Señor. Si todo esto es cierto para este simple gesto, ¿cuánto más para la celebración de la Palabra? ¿Qué arte estamos llamados a aprender al proclamar la Palabra, al escucharla, al hacerla inspiración de nuestra oración, al hacer que se haga vida? Todo ello merece el máximo cuidado, no formal, exterior, sino vital, interior, porque cada gesto y cada palabra de la celebración expresada con “arte” forma la personalidad cristiana del individuo y de la comunidad.


54. Si bien es cierto que el ars celebrandi concierne a toda la asamblea que celebra, no es menos cierto que los ministros ordenados deben cuidarlo especialmente. Visitando comunidades cristianas he comprobado, a menudo, que su forma de vivir la celebración está condicionada – para bien, y desgraciadamente también para mal – por la forma en que su párroco preside la asamblea. Podríamos decir que existen diferentes “modelos” de presidencia. He aquí una posible lista de actitudes que, aunque opuestas, caracterizan a la presidencia de forma ciertamente inadecuada: rigidez austera o creatividad exagerada; misticismo espiritualizador o funcionalismo práctico; prisa precipitada o lentitud acentuada; descuido desaliñado o refinamiento excesivo; afabilidad sobreabundante o impasibilidad hierática. A pesar de la amplitud de este abanico, creo que la inadecuación de estos modelos tiene una raíz común: un exagerado personalismo en el estilo celebrativo que, en ocasiones, expresa una mal disimulada manía de protagonismo. Esto suele ser más evidente cuando nuestras celebraciones se difunden en red, cosa que no siempre es oportuno y sobre la que deberíamos reflexionar. Eso sí, no son estas las actitudes más extendidas, pero las asambleas son objeto de ese “maltrato” frecuentemente.


55. Se podría decir mucho sobre la importancia y el cuidado de la presidencia. En varias ocasiones me he detenido en la exigente tarea de la homilía [17]. Me limitaré ahora a algunas consideraciones más amplias, queriendo, de nuevo, reflexionar con vosotros sobre cómo somos formados por la Liturgia. Pienso en la normalidad de las Misas dominicales en nuestras comunidades: me refiero, pues, a los presbíteros, pero implícitamente a todos los ministros ordenados.


56. El presbítero vive su participación propia durante la celebración en virtud del don recibido en el sacramento del Orden: esta tipología se expresa precisamente en la presidencia. Como todos los oficios que está llamado a desempeñar, éste no es, primariamente, una tarea asignada por la comunidad, sino la consecuencia de la efusión del Espíritu Santo recibida en la ordenación, que le capacita para esta tarea. El presbítero también es formado al presidir la asamblea que celebra.


57. Para que este servicio se haga bien – con arte – es de fundamental importancia que el presbítero tenga, ante todo, la viva conciencia de ser, por misericordia, una presencia particular del Resucitado. El ministro ordenado es en sí mismo uno de los modos de presencia del Señor que hacen que la asamblea cristiana sea única, diferente de cualquier otra (cfr. Sacrosanctum Concilium, n. 7). Este hecho da profundidad “sacramental” –en sentido amplio– a todos los gestos y palabras de quien preside. La asamblea tiene derecho a poder sentir en esos gestos y palabras el deseo que tiene el Señor, hoy como en la última cena, de seguir comiendo la Pascua con nosotros. Por tanto, el Resucitado es el protagonista, y no nuestra inmadurez, que busca asumir un papel, una actitud y un modo de presentarse, que no le corresponde. El propio presbítero se ve sobrecogido por este deseo de comunión que el Señor tiene con cada uno: es como si estuviera colocado entre el corazón ardiente de amor de Jesús y el corazón de cada creyente, objeto de su amor. Presidir la Eucaristía es sumergirse en el horno del amor de Dios. Cuando se comprende o, incluso, se intuye esta realidad, ciertamente ya no necesitamos un directorio que nos dicte el adecuado comportamiento. Si lo necesitamos, es por la dureza de nuestro corazón. La norma más excelsa y, por tanto, más exigente, es la realidad de la propia celebración eucarística, que selecciona las palabras, los gestos, los sentimientos, haciéndonos comprender si son o no adecuados a la tarea que han de desempeñar. Evidentemente, esto tampoco se puede improvisar: es un arte, requiere la aplicación del sacerdote, es decir, la frecuencia asidua del fuego del amor que el Señor vino a traer a la tierra (cfr. Lc 12,49).


58. Cuando la primera comunidad parte el pan en obediencia al mandato del Señor, lo hace bajo la mirada de María, que acompaña los primeros pasos de la Iglesia: “perseveraban unánimes en la oración, junto con algunas mujeres y María, la madre de Jesús” (Hch 1,14). La Virgen Madre “supervisa” los gestos de su Hijo encomendados a los Apóstoles. Como ha conservado en su seno al Verbo hecho carne, después de acoger las palabras del ángel Gabriel, la Virgen conserva también ahora en el seno de la Iglesia aquellos gestos que conforman el cuerpo de su Hijo. El presbítero, que en virtud del don recibido por el sacramento del Orden repite esos gestos, es custodiado en las entrañas de la Virgen. ¿Necesitamos una norma que nos diga cómo comportarnos?


59. Convertidos en instrumentos para que arda en la tierra el fuego de su amor, custodiados en las entrañas de María, Virgen hecha Iglesia (como cantaba san Francisco), los presbíteros se dejan modelar por el Espíritu que quiere llevar a término la obra que comenzó en su ordenación. La acción del Espíritu les ofrece la posibilidad de ejercer la presidencia de la asamblea eucarística con el temor de Pedro, consciente de su condición de pecador (cfr. Lc 5,1-11), con la humildad fuerte del siervo sufriente (cfr. Is 42 ss), con el deseo de “ser comido” por el pueblo que se les confía en el ejercicio diario de su ministerio.


60. La propia celebración educa a esta cualidad de la presidencia; repetimos, no es una adhesión mental, aunque toda nuestra mente, así como nuestra sensibilidad, estén implicadas en ella. El presbítero está, por tanto, formado para presidir mediante las palabras y los gestos que la Liturgia pone en sus labios y en sus manos.


No se sienta en un trono [18], porque el Señor reina con la humildad de quien sirve.


No roba la centralidad del altar, signo de Cristo, de cuyo lado, traspasado en la cruz, brotó sangre y agua, inicio de los sacramentos de la Iglesia y centro de nuestra alabanza y acción de gracias [19].


Al acercarse al altar para la ofrenda, se enseña al presbítero la humildad y el arrepentimiento con las palabras: «Acepta, Señor, nuestro corazón contrito y nuestro espíritu humilde; que este sea hoy nuestro sacrificio y que sea agradable en tu presencia, Señor, Dios nuestro» [20].


No puede presumir de sí mismo por el ministerio que se le ha confiado, porque la Liturgia le invita a pedir ser purificado, con el signo del agua: «Lava del todo mi delito, Señor, y limpia mi pecado» [21].


Las palabras que la Liturgia pone en sus labios tienen distintos significados, que requieren tonalidades específicas: por la importancia de estas palabras, se pide al presbítero un verdadero ars dicendi. Éstas dan forma a sus sentimientos interiores, ya sea en la súplica al Padre en nombre de la asamblea, como en la exhortación dirigida a la asamblea, así como en las aclamaciones junto con toda la asamblea.


Con la plegaria eucarística –en la que participan también todos los bautizados escuchando con reverencia y silencio e interviniendo con aclamaciones [22]– el que preside tiene la fuerza, en nombre de todo el pueblo santo, de recordar al Padre la ofrenda de su Hijo en la última cena, para que ese inmenso don se haga de nuevo presente en el altar. Participa en esa ofrenda con la ofrenda de sí mismo. El presbítero no puede hablar al Padre de la última cena sin participar en ella. No puede decir: «Tomad y comed todos de él, porque esto es mi Cuerpo, que será entregado por vosotros», y no vivir el mismo deseo de ofrecer su propio cuerpo, su propia vida por el pueblo a él confiado. Esto es lo que ocurre en el ejercicio de su ministerio.


El presbítero es formado continuamente en la acción celebrativa por todo esto y mucho más.


 


* * *


61. He querido ofrecer simplemente algunas reflexiones que ciertamente no agotan el inmenso tesoro de la celebración de los santos misterios. Pido a todos los obispos, presbíteros y diáconos, a los formadores de los seminarios, a los profesores de las facultades teológicas y de las escuelas de teología, y a todos los catequistas, que ayuden al pueblo santo de Dios a beber de la que siempre ha sido la fuente principal de la espiritualidad cristiana. Estamos continuamente llamados a redescubrir la riqueza de los principios generales expuestos en los primeros números de la Sacrosanctum Concilium, comprendiendo el íntimo vínculo entre la primera Constitución conciliar y todas las demás. Por eso, no podemos volver a esa forma ritual que los Padres Conciliares, cum Petro y sub Petro, sintieron la necesidad de reformar, aprobando, bajo la guía del Espíritu y según su conciencia de pastores, los principios de los que nació la reforma. Los santos Pontífices Pablo VI y Juan Pablo II, al aprobar los libros litúrgicos reformados ex decreto Sacrosancti Œcumenici Concilii Vaticani II, garantizaron la fidelidad de la reforma al Concilio. Por eso, escribí Traditionis custodes, para que la Iglesia pueda elevar, en la variedad de lenguas, una única e idéntica oración capaz de expresar su unidad [23]. Esta unidad que, como ya he escrito, pretendo ver restablecida en toda la Iglesia de Rito Romano.


62. Quisiera que esta carta nos ayudara a reavivar el asombro por la belleza de la verdad de la celebración cristiana, a recordar la necesidad de una auténtica formación litúrgica y a reconocer la importancia de un arte de la celebración, que esté al servicio de la verdad del misterio pascual y de la participación de todos los bautizados, cada uno con la especificidad de su vocación.


Toda esta riqueza no está lejos de nosotros: está en nuestras iglesias, en nuestras fiestas cristianas, en la centralidad del domingo, en la fuerza de los sacramentos que celebramos. La vida cristiana es un continuo camino de crecimiento: estamos llamados a dejarnos formar con alegría y en comunión.


63. Por eso, me gustaría dejaros una indicación más para proseguir en nuestro camino. Os invito a redescubrir el sentido del año litúrgico y del día del Señor: también esto es una consigna del Concilio (cfr. Sacrosanctum Concilium, nn. 102-111).


64. A la luz de lo que hemos recordado anteriormente, entendemos que el año litúrgico es la posibilidad de crecer en el conocimiento del misterio de Cristo, sumergiendo nuestra vida en el misterio de su Pascua, mientras esperamos su vuelta. Se trata de una verdadera formación continua. Nuestra vida no es una sucesión casual y caótica de acontecimientos, sino un camino que, de Pascua en Pascua, nos conforma a Él mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo [24].


65. En el correr del tiempo, renovado por la Pascua, cada ocho días la Iglesia celebra, en el domingo, el acontecimiento de la salvación. El domingo, antes de ser un precepto, es un regalo que Dios hace a su pueblo (por eso, la Iglesia lo protege con un precepto). La celebración dominical ofrece a la comunidad cristiana la posibilidad de formarse por medio de la Eucaristía. De domingo a domingo, la Palabra del Resucitado ilumina nuestra existencia queriendo realizar en nosotros aquello para lo que ha sido enviada (cfr. Is 55,10-11). De domingo a domingo, la comunión en el Cuerpo y la Sangre de Cristo quiere hacer también de nuestra vida un sacrificio agradable al Padre, en la comunión fraterna que se transforma en compartir, acoger, servir. De domingo a domingo, la fuerza del Pan partido nos sostiene en el anuncio del Evangelio en el que se manifiesta la autenticidad de nuestra celebración.


Abandonemos las polémicas para escuchar juntos lo que el Espíritu dice a la Iglesia, mantengamos la comunión, sigamos asombrándonos por la belleza de la Liturgia. Se nos ha dado la Pascua, conservemos el deseo continuo que el Señor sigue teniendo de poder comerla con nosotros. Bajo la mirada de María, Madre de la Iglesia.


Dado en Roma, en San Juan de Letrán, a 29 de junio, solemnidad de los Santos Pedro y Pablo, Apóstoles, del año 2022, décimo de mi pontificado.


 


FRANCISCO


 


¡Tiemble el hombre todo entero, estremézcase el mundo todo

y exulte el cielo cuando Cristo, el Hijo de Dios vivo,

se encuentra sobre el altar en manos del sacerdote!

¡Oh celsitud admirable y condescendencia asombrosa!

¡Oh sublime humildad, oh humilde sublimidad:

que el Señor del mundo universo, Dios e Hijo de Dios,

se humilla hasta el punto de esconderse,

para nuestra salvación, bajo una pequeña forma de pan!

Mirad, hermanos, la humildad de Dios

y derramad ante Él vuestros corazones;

humillaos también vosotros, para ser enaltecidos por Él.

En conclusión:

nada de vosotros retengáis para vosotros mismos

a fin de enteros os reciba el que todo entero se os entrega.


San Francisco de Asís, Carta a toda la Orden II, 26-29


 

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