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19 agosto 2018

Al comulgar se recibe la vida misma del Señor.


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El pasaje del Evangelio de este domingo (cf. Jn 6,51-58) nos introduce en la segunda parte del discurso que hizo Jesús en la sinagoga de Cafarnaúm, después de alimentar a una gran multitud con cinco panes y dos peces: la multiplicación de los panes. Se presenta como "el pan vivo que desciende del cielo", el pan que da vida eterna, y agrega: "El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo" (v. 51). Este pasaje es decisivo, y de hecho provoca la reacción de los oyentes, que comienzan a discutir entre ellos: "¿Cómo puede darnos su carne para comer?" (V. 52). Cuando el signo del pan compartido conduce a su verdadero significado, es decir, el don de sí hasta el sacrificio, muestra la falta de entendimiento, incluso emerge rechazo de lo que justo antes de que él quería llevar en triunfo. Recordemos que Jesús tuvo que esconderse porque queríamos hacerlo rey.

Jesús continúa: "Si no comes la carne del hijo de un hombre y no bebes su sangre, no tienes vida en ti" (v. 53). La sangre también está presente aquí junto con la carne. La carne y la sangre en el lenguaje bíblico expresan humanidad concreta. Las personas y los discípulos mismos entienden que Jesús los invita a entrar en comunión con él, a "comerlo", a su humanidad, a compartir con él el don de la vida para el mundo. ¡Además de triunfos y espejismos exitosos! Es precisamente el sacrificio de Jesús quien se da a sí mismo por nosotros.

Este pan de vida, el sacramento del Cuerpo y de la Sangre de Cristo, se nos da libremente en la mesa de la Eucaristía. Alrededor del altar encontramos lo que nos alimenta y nos anima hoy y por la eternidad. Cada vez que participamos en la Santa Misa, en cierto sentido, anticipamos el cielo en la tierra, porque de la comida eucarística, el Cuerpo y la Sangre de Jesús, aprendemos lo que es la vida eterna. Está viviendo para el Señor: "El que me come, vivirá por mí" (versículo 57), dice el Señor. La Eucaristía nos moldea porque no vivimos solo para nosotros mismos, sino para el Señor y para nuestros hermanos. La felicidad y la eternidad de la vida dependen de nuestra capacidad para hacer fructífero el amor evangélico que recibimos en la Eucaristía.

Jesús, como en ese momento, incluso ahora repite a cada uno de nosotros: "Si no coméis la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tenéis vida en vosotros" (v 53).. Hermanos y hermanas, esto no es un alimento material, sino un pan vivo y vivificante, que comunica la vida de Dios. Cuando hacemos la comunión recibimos la misma vida de Dios. Para tener esta vida que necesita para alimentar el Evangelio y de amor de los hermanos. Ante la invitación de Jesús de alimentarnos con su Cuerpo y Sangre, podemos sentir la necesidad de discutir y resistir, como lo hicieron los oyentes del Evangelio de hoy. Esto sucede cuando luchamos para configurar nuestra existencia en la de Jesús, para actuar de acuerdo con sus criterios y no de acuerdo con los criterios del mundo. Al nutrirnos con este alimento, podemos entrar plenamente en armonía con Cristo, con sus sentimientos y con su comportamiento. Esto es muy importante: ir a misa y comunicarse, porque recibir la comunión es recibir a este Cristo vivo, que nos transforma y nos prepara para el cielo.

Que la Virgen María apoye nuestro propósito de comunión con Jesucristo, alimentándonos de su Eucaristía, para ser, a su vez, pan partido para nuestros hermanos.


(Ángelus. Papa Francisco. 19-08-2018)

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