“No se puede seguir a Jesús sin seguir a la Iglesia. Quien cede a la tentación de ir por su cuenta corre el riesgo de no encontrar nunca a Cristo". (Papa Benedicto XVI).
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Catequesis del Papa Francisco hoy: La tarea esencial de la Iglesia es rezar y educar a rezar.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
La Iglesia es una gran escuela de oración. Muchos de nosotros han aprendido a silabear las primeras oraciones estando sobre las rodillas de los padres o los abuelos. Quizá custodiamos el recuerdo de la madre y del padre que nos enseñaban a recitar las oraciones antes de ir a dormir. Esos momentos de recogimiento son a menudo aquellos en los que los padres escuchan de los hijos alguna confidencia íntima y pueden dar su consejo inspirado en el Evangelio. Después, en el camino del crecimiento, se hacen otros encuentros, con otros testigos y maestros de oración (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 2686-2687). Hace bien recordarlos.
La vida de una parroquia y de toda comunidad cristiana está marcada por los tiempos de la liturgia y de la oración comunitaria. Ese don que en la infancia hemos recibido con sencillez, nos damos cuenta de que es un patrimonio grande, un patrimonio muy rico, y que la experiencia de la oración merece ser profundizada cada vez más (cfr. ibi, 2688). El hábito de la fe no es almidonado, se desarrolla con nosotros; no es rígido, crece, también a través de momentos de crisis y resurrecciones; es más, no se puede crecer sin momentos de crisis, porque la crisis te hace crecer: entrar en crisis es un modo necesario para crecer. Y la respiración de la fe es la oración: crecemos en la fe tanto como aprendemos a rezar. Después de ciertos pasajes de la vida, nos damos cuenta de que sin la fe no hubiéramos podido lograrlo y que la oración ha sido nuestra fuerza. No solo la oración personal, sino también la de los hermanos y de las hermanas, y de la comunidad que nos ha acompañado y sostenido, de la gente que nos conoce, de la gente a la cual pedimos rezar por nosotros.
También por esto en la Iglesia florecen continuamente comunidades y grupos dedicados a la oración. Algún cristiano siente incluso la llamada a hacer de la oración la acción principal de sus jornadas. En la Iglesia hay monasterios, hay conventos, ermitas, donde viven personas consagradas a Dios y que a menudo se convierten en centros de irradiación espiritual. Son comunidades de oración que irradian espiritualidad. Son pequeños oasis en los que se comparte una oración intensa y se construye día a día la comunión fraterna. Son células vitales, no solo para el tejido eclesial sino para la sociedad misma. Pensemos, por ejemplo, en el rol que tuvo el monacato para el nacimiento y el crecimiento de la civilización europea, y también en otras culturas. Rezar y trabajar en comunidad lleva adelante el mundo. Es un motor.
Todo en la Iglesia nace en la oración, y todo crece gracias a la oración. Cuando el Enemigo, el Maligno, quiere combatir la Iglesia, lo hace primero tratando de secar sus fuentes, impidiéndole rezar. Por ejemplo, lo vemos en ciertos grupos que se ponen de acuerdo para llevar adelante reformas eclesiales, cambios en la vida de la Iglesia… Están todas las organizaciones, están los medios de comunicación que informan a todos… Pero la oración no se ve, no se reza. “Tenemos que cambiar esto, tenemos que tomar esta decisión que es un poco fuerte…”. Es interesante la propuesta, es interesante, solo con la discusión, solo con los medios de comunicación, pero ¿dónde está la oración? La oración es la que abre la puerta al Espíritu Santo, que es quien inspira para ir adelante. Los cambios en la Iglesia sin oración no son cambios de Iglesia, son cambios de grupo. Y cuando el Enemigo —como he dicho— quiere combatir la Iglesia, lo hace en primer lugar tratando de secar sus fuentes, impidiéndole rezar, e [induciéndola a] hacer estas otras propuestas. Si cesa la oración, por un momento parece que todo pueda ir adelante como siempre —por inercia—, pero poco después la Iglesia se da cuenta de haberse convertido en un envoltorio vacío, de haber perdido el eje de apoyo, de no poseer más la fuente del calor y del amor.
Las mujeres y los hombres santos no tienen una vida más fácil que los otros, es más, ellos también tienen sus problemas que afrontar y, además, a menudo son objeto de oposiciones. Pero su fuerza es la oración, que sacan siempre del “pozo” inagotable de la madre Iglesia. Con la oración alimentan la llama de su fe, como se hacía con el aceite de las lámparas. Y así van adelante caminando en la fe y en la esperanza. Los santos, que a menudo a los ojos del mundo cuentan poco, en realidad son los que lo sostienen, no con las armas del dinero y del poder, de los medios de comunicación, etc., sino con las armas de la oración.
En el Evangelio de Lucas, Jesús plantea una pregunta dramática que siempre nos hace reflexionar: «Cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará la fe sobre la tierra?» (Lc 18,8), ¿o encontrará solamente organizaciones, como un grupo de “empresarios de la fe”, todos bien organizados, que hacen beneficencia, muchas cosas…, o encontrará fe? «Cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará la fe sobre la tierra?». Esta pregunta está al final de una parábola que muestra la necesidad de rezar con perseverancia, sin cansarse (cfr. vv. 1-8). Por tanto, podemos concluir que la lámpara de la fe estará siempre encendida sobre la tierra mientras esté el aceite de la oración. La lámpara de la verdadera fe de la Iglesia estará siempre encendida en la tierra mientras esté el aceite de la oración. Es eso que lleva adelante la fe y lleva adelante nuestra pobre vida, débil, pecadora, pero la oración la lleva adelante con seguridad. Es una pregunta que nosotros cristianos tenemos que hacernos: ¿rezo? ¿Rezamos? ¿Cómo rezo? ¿Cómo los loros o rezo con el corazón? ¿Cómo rezo? ¿Rezo seguro de que estoy en la Iglesia y rezo con la Iglesia, o rezo un poco según mis ideas y hago que mis ideas se conviertan en oración? Esta es una oración pagana, no cristiana. Repito: podemos concluir que la lámpara de fe estará siempre encendida en la tierra mientras esté el aceite de la oración.
Y esta es una tarea esencial de la Iglesia: rezar y educar a rezar. Transmitir de generación en generación la lámpara de la fe con el aceite de la oración. La lámpara de la fe que ilumina, que organiza las cosas realmente cómo son, pero que puede ir adelante solo con el aceite de la oración. De lo contrario se apaga. Sin la luz de esta lámpara, no podremos ver el camino para evangelizar, es más, no podremos ver el camino para creer bien; no podremos ver los rostros de los hermanos a los que acercarse y servir; no podremos iluminar la habitación donde encontrarnos en comunidad… Sin la fe, todo se derrumba; y sin la oración, la fe se apaga. Fe y oración, juntas. No hay otro camino. Por esto la Iglesia, que es casa y escuela de comunión, es casa y escuela de fe y de oración.
---------- Saludos:
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española. Pidamos a Cristo resucitado que nos ayude a mantener encendida la lámpara de la fe, que la renovemos a diario con el aceite de nuestra oración humilde y perseverante, y que nos envíe su Espíritu para poder llevar su Luz a todos. Que Dios los bendiga.
---------- Resumen leído por el Santo Padre en español
Queridos hermanos y hermanas:
En esta catequesis reflexionamos sobre la Iglesia como maestra de oración. Es bueno recordar y agradecer a las personas que, desde que éramos niños, y a lo largo de toda nuestra vida, nos enseñaron a rezar. En los momentos de oración que compartimos tanto en la familia —que es la Iglesia doméstica— como en la comunidad parroquial u otros grupos cristianos, descubrimos que crecemos en la fe a medida que aprendemos a rezar y profundizamos en esta experiencia.
La vida cristiana no está exenta de momentos de crisis y dificultades. Lo vemos en el testimonio de los santos, en las pruebas que tuvieron que afrontar. Pero ellos nos enseñan que el secreto para seguir caminando en la fe es la fuerza de la oración, pues gracias a ella pudieron perseverar y sostener a otros en su peregrinar. Sigamos su ejemplo, y tengamos en cuenta que cuando el Maligno quiere combatir la Iglesia, lo primero que hace es tratar de impedir que recemos, para apagar en nosotros la luz de la fe.
Una de las principales tareas de la Iglesia es rezar y enseñar a rezar a las nuevas generaciones. A lo largo de la historia, siempre han surgido comunidades y grupos dedicados a la oración. Si no rezamos, la fe se apaga, no podemos ver los caminos para evangelizar ni reconocer los rostros de los hermanos y hermanas que nos necesitan. Por eso la Iglesia, que es casa y escuela de comunión, está llamada también a ser casa y escuela de oración.
12 abril 2021
Coronilla a la Divina Misericordia.
Para recitar la Coronilla de la Divina Misericordia se usa un rosario normal y se sigue esta secuencia:
1. La señal de la Cruz: En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
2. Padre Nuestro
3. Ave María
4. Credo (Símbolo de los Apóstoles)
5. En cada grano mayor del Rosario, cuando normalmente se dice el Padre Nuestro, diga:
Padre Eterno,
Te ofrezco
el Cuerpo, la Sangre,
el Alma y la Divinidad
de Tu amadísimo Hijo,
Nuestro Señor Jesucristo,
como propiciación
de nuestros pecados
y los del mundo entero.
6. En cada grano menor del Rosario, cuando normalmente se dice el Ave María, diga:
Por Su dolorosa Pasión,
ten misericordia de nosotros
y del mundo entero.
7. Invocación: Al final de la corona, la siguiente oración se reza tres veces seguidas:
Santo Dios,
Santo Fuerte,
Santo Inmortal,
ten misericordia de nosotros
y del mundo entero.
8. Oración para concluir (opcional)
Oh Dios Eterno, en quien la misericordia es infinita y el tesoro de compasión inagotable, vuelve a nosotros Tu mirada bondadosa y aumenta Tu misericordia en nosotros, para que en momentos difíciles no nos desesperemos ni nos desalentemos, sino que, con gran confianza, nos sometamos a Tu santa voluntad, que es el Amor y la Misericordia mismos. Amén.
09 abril 2021
Catequesis del Papa Francisco del pasado miércoles: Rezar en comunión con los santos.
Hoy quisiera reflexionar sobre la relación entre la oración y la comunión de los santos. De hecho, cuando rezamos, nunca lo hacemos solos: aunque no lo pensemos, estamos inmersos en un majestuoso río de invocaciones que nos precede y continúa después de nosotros.
En las oraciones que encontramos en la Biblia, y que a menudo resuenan en la liturgia, vemos la huella de historias antiguas, de liberaciones prodigiosas, de deportaciones y tristes exilios, de regresos conmovidos, de alabanzas derramadas ante las maravillas de la creación... Y así estas voces se difunden de generación en generación, en una relación continua entre la experiencia personal y la del pueblo y la humanidad a la que pertenecemos. Nadie puede desprenderse de su propia historia, de la historia de su propio pueblo, siempre llevamos esta herencia en nuestras costumbres y también en la oración. En la oración de alabanza, especialmente en la que brota del corazón de los pequeños y los humildes, resuena algo del cántico del Magnificat que María elevó a Dios ante su pariente Isabel; o de la exclamación del anciano Simeón que, tomando al Niño Jesús en sus brazos, dijo así: «Ahora Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz» (Lc 2,29).
Las oraciones —las buenas— son “difusivas”, se propagan continuamente, con o sin mensajes en las redes sociales: desde las salas del hospital, desde las reuniones festivas y hasta desde los momentos en que se sufre en silencio... El dolor de cada uno es el dolor de todos, y la felicidad de uno se derrama sobre el alma de los demás. El dolor y la felicidad son parte de la única historia: son historias que se convierten en historia en la propia vida. Se revive la historia con palabras propias, pero la experiencia es la misma.
Las oraciones siempre renacen: cada vez que juntamos las manos y abrimos nuestro corazón a Dios, nos encontramos en compañía de santos anónimos y santos reconocidos que rezan con nosotros, y que interceden por nosotros, como hermanos y hermanas mayores que han pasado por nuestra misma aventura humana. En la Iglesia no hay duelo solitario, no hay lágrima que caiga en el olvido, porque todo respira y participa de una gracia común. No es una casualidad que en las iglesias antiguas las sepulturas estuvieran en el jardín alrededor del edificio sagrado, como para decir que la multitud de los que nos precedieron participa de alguna manera en cada Eucaristía. Están nuestros padres y abuelos, nuestros padrinos y madrinas, los catequistas y otros educadores… Esa fe transmitida, que hemos recibido: con la fe se ha transmitido también la forma de orar, la oración.
Los santos todavía están aquí, no lejos de nosotros; y sus representaciones en las iglesias evocan esa “nube de testigos” que siempre nos rodea (cf. Hb 12, 1). Hemos escuchado al principio la lectura del pasaje de la Carta a los Hebreos. Son testigos que no adoramos —por supuesto, no adoramos a estos santos—, pero que veneramos y que de mil maneras diferentes nos remiten a Jesucristo, único Señor y Mediador entre Dios y el hombre. Un santo que no te remite a Jesucristo no es un santo, ni siquiera cristiano. El Santo te recuerda a Jesucristo porque recorrió el camino de la vida como cristiano. Los santos nos recuerdan que también en nuestra vida, aunque débil y marcada por el pecado, la santidad puede florecer. Leemos en los Evangelios que el primer santo “canonizado” fue un ladrón y fue “canonizado” no por un Papa, sino por el mismo Jesús. La santidad es un camino de vida, de encuentro con Jesús, ya sea largo, corto, o un instante, pero siempre es un testimonio. Un santo es el testimonio de un hombre o una mujer que han conocido a Jesús y han seguido a Jesús. Nunca es tarde para convertirse al Señor, bueno y grande en el amor (cf. Sal 102, 8).
El Catecismo explica que los santos «contemplan a Dios, lo alaban y no dejan de cuidar de aquéllos que han quedado en la tierra. […] Su intercesión es su más alto servicio al plan de Dios. Podemos y debemos rogarles que intercedan por nosotros y por el mundo entero» (CCE, 2683). En Cristo hay una solidaridad misteriosa entre los que han pasado a la otra vida y nosotros los peregrinos en esta: nuestros seres queridos fallecidos continúan cuidándonos desde el Cielo. Rezan por nosotros y nosotros rezamos por ellos, y rezamos con ellos.
Este vínculo de oración entre nosotros y los santos, es decir, entre nosotros y personas que han alcanzado la plenitud de la vida, este vínculo de oración lo experimentamos ya aquí, en la vida terrena: oramos los unos por los otros, pedimos y ofrecemos oraciones... La primera forma de rezar por alguien es hablar con Dios de él o de ella. Si lo hacemos con frecuencia, todos los días, nuestro corazón no se cierra, permanece abierto a los hermanos. Rezar por los demás es la primera forma de amarlos y nos empuja a una cercanía concreta. Incluso en los momentos de conflicto, una forma de resolver el conflicto, de suavizarlo, es rezar por la persona con la que estoy en conflicto. Y algo cambia con la oración. Lo primero que cambia es mi corazón, es mi actitud. El Señor lo cambia para hacer posible un encuentro, un nuevo encuentro y para evitar que el conflicto se convierta en una guerra sin fin.
La primera forma de afrontar un momento de angustia es pedir a los hermanos, a los santos sobre todo, que recen por nosotros. ¡El nombre que nos dieron en el Bautismo no es una etiqueta ni una decoración! Suele ser el nombre de la Virgen, de un santo o de una santa, que no desean más que “echarnos una mano” en la vida, echarnos una mano para obtener de Dios las gracias que más necesitamos. Si en nuestra vida las pruebas no han superado el colmo, si todavía somos capaces de perseverar, si a pesar de todo seguimos adelante con confianza, quizás todo esto, más que a nuestros méritos, se lo debemos a la intercesión de tantos santos, unos en el Cielo, otros peregrinos como nosotros en la tierra, que nos han protegido y acompañado porque todos sabemos que aquí en la tierra hay gente santa, hombres y mujeres santos que viven en santidad. Ellos no lo saben, nosotros tampoco lo sabemos, pero hay santos, santos de todos los días, santos escondidos o como me gusta decir los “santos de la puerta de al lado”, los que viven con nosotros en la vida, que trabajan con nosotros y llevan una vida de santidad.
Bendito sea Jesucristo, único Salvador del mundo, junto con este inmenso florecimiento de santos y santas, que pueblan la tierra y que han hecho de su vida una alabanza a Dios. Porque —como afirmaba san Basilio— «el santo es para el Espíritu un lugar propio, ya que se ofrece a habitar con Dios y es llamado templo suyo» (Liber de Spiritu Sancto, 26, 62: PG 32, 184A; cf. CCE, 2684).
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Saludos:
Saludo cordialmente a los fieles de lengua española. En esta octava de Pascua pedimos a Cristo resucitado, por intercesión de todos los santos y santas del Señor, que nos conceda las gracias que más necesitamos para superar los momentos difíciles y hacer de nuestra vida, en comunión con toda la Iglesia, una alabanza agradable a Él. Que Dios los bendiga. Muchas gracias.
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LLAMAMIENTOS
Deseo asegurar mi recuerdo en la oración por las víctimas de las inundaciones que azotaron Indonesia y Timor Oriental en los últimos días. Que el Señor acoja a los muertos, consuele a sus familias y sostenga a quienes han perdido sus hogares.
Ayer fue el Día Internacional del Deporte para el Desarrollo y la Paz, proclamado por las Naciones Unidas. Espero que pueda relanzar la experiencia del deporte como un evento de equipo, para fomentar el diálogo solidario entre diferentes culturas y pueblos.
En esta perspectiva, me complace animar a la Athletica Vaticana a continuar su compromiso de difundir la cultura de la fraternidad en el deporte, prestando mucha atención a las personas más frágiles, convirtiéndose así en testigos de paz.
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Resumen leído por el Santo Padre en español
Queridos hermanos y hermanas:
Reflexionamos hoy sobre la relación entre la oración y la comunión de los santos. Cuando rezamos nunca estamos solos, sino en compañía de otros hermanos y hermanas en la fe, tanto de los que nos han precedido como de los que aún peregrinan a nuestro lado. En esta comunión, los santos —sean reconocidos o anónimos, “de la puerta de al lado”— rezan e interceden por y con nosotros. Junto a ellos, estamos inmersos en un mar de invocaciones y súplicas que se elevan al Padre.
En las oraciones que encontramos en la Biblia, y que a menudo resuenan en la liturgia, podemos reconocer las voces de muchas personas que han vivido la misma aventura humana. Esas oraciones, que pueden ser de petición, de acción de gracias o de alabanza —como el Magníficat, el Benedictus— se difunden de generación en generación. Y así, cada vez que juntamos las manos y abrimos el corazón para rezar, nos unimos a la oración del único santo Pueblo fiel de Dios.
Vivimos la comunión en la oración cuando rezamos unos por otros, cuando pedimos y ofrecemos plegarias por diversas necesidades. El primer modo de rezar por alguien es hablarle a Dios de esa persona. Si lo hacemos con frecuencia, cada día, nuestro corazón no se cierra, sino que permanece abierto a los demás. Rezar por otras personas es el primer modo de amarlas y de estarles cerca de manera concreta.
07 abril 2021
Regina Coeli.
Alégrate. Reina del Cielo, aleluya.
R: Porque Aquel a quien mereciste llevar en tu seno, aleluya.
Ha resucitado como lo predijo, aleluya.
R: Intercede por nosotros ante Dios, aleluya.
Gózate y alégrate, María Virgen, aleluya.
R: Porque en verdad el Señor ha resucitado, aleluya.
Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo
R: Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén. (tres veces).
R: Porque Aquel a quien mereciste llevar en tu seno, aleluya.
Ha resucitado como lo predijo, aleluya.
R: Intercede por nosotros ante Dios, aleluya.
Gózate y alégrate, María Virgen, aleluya.
R: Porque en verdad el Señor ha resucitado, aleluya.
Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo
R: Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén. (tres veces).
V. Oremos:
Oh Dios que por la Resurrección de tu Hijo,
nuestro Señor Jesucristo,
te has dignado dar la alegría al mundo,
concédenos por su Madre, la Virgen María,
alcanzar el gozo de la vida eterna.
Por el mismo Jesucristo Nuestro Señor.
R. Amén.
04 abril 2021
Mensaje Urbi Te Orbi.
MENSAJE URBI ET ORBI
DEL SANTO PADRE FRANCISCO
PASCUA 2021
Basílica de San Pedro
Domingo, 4 de abril de 2021
Queridos hermanos y hermanas: ¡Feliz Pascua! Una feliz, santa y serena Pascua.
Hoy resuena en cada lugar del mundo el anuncio de la Iglesia: “Jesús, el crucificado, ha resucitado, como había dicho. Aleluya”.
El anuncio de la Pascua no muestra un espejismo, no revela una fórmula mágica ni indica una vía de escape frente a la difícil situación que estamos atravesando. La pandemia todavía está en pleno curso, la crisis social y económica es muy grave, especialmente para los más pobres; y a pesar de todo —y es escandaloso— los conflictos armados no cesan y los arsenales militares se refuerzan. Y este es el escándalo de hoy.
Ante esto, o mejor, en medio a esta realidad compleja, el anuncio de Pascua recoge en pocas palabras un acontecimiento que da esperanza y no defrauda: “Jesús, el crucificado, ha resucitado”. No nos habla de ángeles o de fantasmas, sino de un hombre, un hombre de carne y hueso, con un rostro y un nombre: Jesús. El Evangelio atestigua que este Jesús, crucificado bajo el poder de Poncio Pilato por haber dicho que era el Cristo, el Hijo de Dios, al tercer día resucitó, según las Escrituras y como Él mismo había anunciado a sus discípulos.
El Crucificado, no otro, es el que ha resucitado. Dios Padre resucitó a su Hijo Jesús porque cumplió plenamente su voluntad de salvación: asumió nuestra debilidad, nuestras dolencias, nuestra misma muerte; sufrió nuestros dolores, llevó el peso de nuestras iniquidades. Por eso Dios Padre lo exaltó y ahora Jesucristo vive para siempre, y Él es el Señor.
Los testigos señalan un detalle importante: Jesús resucitado lleva las llagas impresas en sus manos, en sus pies y en su costado. Estas heridas son el sello perpetuo de su amor por nosotros. Todo el que sufre una dura prueba, en el cuerpo y en el espíritu, puede encontrar refugio en estas llagas y recibir a través de ellas la gracia de la esperanza que no defrauda.
Cristo resucitado es esperanza para todos los que aún sufren a causa de la pandemia, para los enfermos y para los que perdieron a un ser querido. Que el Señor dé consuelo y sostenga las fatigas de los médicos y enfermeros. Todas las personas, especialmente las más frágiles, precisan asistencia y tienen derecho a acceder a los tratamientos necesarios. Esto es aún más evidente en este momento en que todos estamos llamados a combatir la pandemia, y las vacunas son una herramienta esencial en esta lucha. Por lo tanto, en el espíritu de un “internacionalismo de las vacunas”, insto a toda la comunidad internacional a un compromiso común para superar los retrasos en su distribución y para promover su reparto, especialmente en los países más pobres.
El Crucificado Resucitado es consuelo para quienes han perdido el trabajo o atraviesan serias dificultades económicas y carecen de una protección social adecuada. Que el Señor inspire la acción de las autoridades públicas para que todos, especialmente las familias más necesitadas, reciban la ayuda imprescindible para un sustento adecuado. Desgraciadamente, la pandemia ha aumentado dramáticamente el número de pobres y la desesperación de miles de personas.
«Es necesario que los pobres de todo tipo recuperen la esperanza», decía san Juan Pablo II en su viaje a Hait. Y precisamente al querido pueblo haitiano se dirige en este día mi pensamiento y mi aliento, para que no se vea abrumado por las dificultades, sino que mire al futuro con confianza y esperanza. Y yo diría que mi pensamiento se dirige especialmente a vosotros, queridas hermanas y hermanos haitianos. Os tengo presentes, estoy cerca de vosotros y quisiera que vuestros problemas se resolvieran definitivamente. Rezo por esto, queridos hermanos y hermanas haitianas.
Jesús resucitado es esperanza también para tantos jóvenes que se han visto obligados a pasar largas temporadas sin asistir a la escuela o a la universidad, y sin poder compartir el tiempo con los amigos. Todos necesitamos experimentar relaciones humanas reales y no sólo virtuales, especialmente en la edad en que se forman el carácter y la personalidad. Lo hemos escuchado el pasado viernes en el Vía Crucis de los niños. Me siento cercano a los jóvenes de todo el mundo y, en este momento, de modo particular a los de Myanmar, que están comprometidos con la democracia, haciendo oír su voz de forma pacífica, sabiendo que el odio sólo puede disiparse con el amor.
Que la luz del Señor resucitado sea fuente de renacimiento para los emigrantes que huyen de la guerra y la miseria. En sus rostros reconocemos el rostro desfigurado y sufriente del Señor que camina hacia el Calvario. Que no les falten signos concretos de solidaridad y fraternidad humana, garantía de la victoria de la vida sobre la muerte que celebramos en este día. Agradezco a los países que acogen con generosidad a las personas que sufren y que buscan refugio, especialmente al Líbano y a Jordania, que reciben a tantos refugiados que han huido del conflicto sirio.
Que el pueblo libanés, que atraviesa un período de dificultades e incertidumbres, experimente el consuelo del Señor resucitado y sea apoyado por la comunidad internacional en su vocación de ser una tierra de encuentro, convivencia y pluralismo.
Que Cristo, nuestra paz, silencie finalmente el clamor de las armas en la querida y atormentada Siria, donde millones de personas viven actualmente en condiciones inhumanas, así como en Yemen, cuyas vicisitudes están rodeadas de un silencio ensordecedor y escandaloso, y en Libia, donde finalmente se vislumbra la salida a una década de contiendas y enfrentamientos sangrientos. Que todas las partes implicadas se comprometan de forma efectiva a poner fin a los conflictos y permitir que los pueblos devastados por la guerra vivan en paz y pongan en marcha la reconstrucción de sus respectivos países.
La Resurrección nos remite naturalmente a Jerusalén; imploremos al Señor que le conceda paz y seguridad (cf. Sal 122), para que responda a la llamada a ser un lugar de encuentro donde todos puedan sentirse hermanos, y donde israelíes y palestinos vuelvan a encontrar la fuerza del diálogo para alcanzar una solución estable, que permita la convivencia de dos Estados en paz y prosperidad.
En este día de fiesta, mi pensamiento se dirige también a Irak, que tuve la alegría de visitar el mes pasado, y que pido pueda continuar por el camino de pacificación que ha emprendido, para que se realice el sueño de Dios de una familia humana hospitalaria y acogedora para todos sus hijos[1].
Que la fuerza del Señor resucitado sostenga a los pueblos de África que ven su futuro amenazado por la violencia interna y el terrorismo internacional, especialmente en el Sahel y en Nigeria, así como en la región de Tigray y Cabo Delgado. Que continúen los esfuerzos para encontrar soluciones pacíficas a los conflictos, en el respeto de los derechos humanos y la sacralidad de la vida, mediante un diálogo fraterno y constructivo, en un espíritu de reconciliación y solidaridad activa.
¡Todavía hay demasiadas guerras y demasiadas violencias en el mundo! Que el Señor, que es nuestra paz, nos ayude a vencer la mentalidad de la guerra. Que conceda a cuantos son prisioneros en los conflictos, especialmente en Ucrania oriental y en Nagorno-Karabaj, que puedan volver sanos y salvos con sus familias, e inspire a los líderes de todo el mundo para que se frene la carrera armamentista. Hoy, 4 de abril, se celebra el Día Mundial contra las minas antipersona, artefactos arteros y horribles que matan o mutilan a muchos inocentes cada año e impiden «que los hombres caminen juntos por los senderos de la vida, sin temer las asechanzas de destrucción y muerte»[2]. ¡Cuánto mejor sería un mundo sin esos instrumentos de muerte!
Queridos hermanos y hermanas: También este año, en diversos lugares, muchos cristianos han celebrado la Pascua con graves limitaciones y, en algunos casos, sin poder siquiera asistir a las celebraciones litúrgicas. Recemos para que estas restricciones, al igual que todas las restricciones a la libertad de culto y de religión en el mundo, sean eliminadas y que cada uno pueda rezar y alabar a Dios libremente.
En medio de las numerosas dificultades que atravesamos, no olvidemos nunca que somos curados por las llagas de Cristo (cf. 1 P 2,24). A la luz del Señor resucitado, nuestros sufrimientos se transfiguran. Donde había muerte ahora hay vida; donde había luto ahora hay consuelo. Al abrazar la Cruz, Jesús ha dado sentido a nuestros sufrimientos. Y ahora recemos para que los efectos beneficiosos de esta curación se extiendan a todo el mundo. ¡Feliz, santa y serena Pascua!
Reflexión. Domingo de Resurrección.
¡Feliz Pascua de Resurrección!
El Evangelio dice que entró también el otro discípulo, el que había llegado el primero al sepulcro; vio y creyó. Supo captar por la fe que aquel vacío y, a la vez, aquella sábana de amortajar y aquel sudario bien doblados eran pequeñas señales del paso de Dios, de la nueva vida.
El amor sabe captar aquello que otros no captan, y tiene suficiente con pequeños signos. El discípulo a quien Jesús quería, se guiaba por el amor que había recibido de Cristo.
Evangelio. Domingo de Resurrección.
Santo Evangelio según San Juan.
El primer día de la semana va María Magdalena de madrugada al sepulcro cuando todavía estaba oscuro, y ve la piedra quitada del sepulcro. Echa a correr y llega donde Simón Pedro y donde el otro discípulo a quien Jesús quería y les dice: «Se han llevado del sepulcro al Señor, y no sabemos dónde le han puesto».
Salieron Pedro y el otro discípulo, y se encaminaron al sepulcro. Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió por delante más rápido que Pedro, y llegó primero al sepulcro. Se inclinó y vio las vendas en el suelo; pero no entró. Llega también Simón Pedro siguiéndole, entra en el sepulcro y ve las vendas en el suelo, y el sudario que cubrió su cabeza, no junto a las vendas, sino plegado en un lugar aparte.
Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado el primero al sepulcro; vio y creyó, pues hasta entonces no habían comprendido que según la Escritura Jesús debía resucitar de entre los muertos.
Secuencia.
Lucharon vida y muerte en singular batalla, y, muerto el que es la Vida, triunfante se levanta. «¿Qué has visto de camino, María, en la mañana? «A mi Señor glorioso, la tumba abandonada, los ángeles testigos, sudarios y mortaja.
¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza!
Venid a Galilea, allí el Señor aguarda; allí veréis los suyos la gloria de la Pascua». Primicia de los muertos, sabemos por tu gracia que estás resucitado; la muerte en ti no manda.
Venid a Galilea, allí el Señor aguarda; allí veréis los suyos la gloria de la Pascua». Primicia de los muertos, sabemos por tu gracia que estás resucitado; la muerte en ti no manda.
Rey vencedor, apiádate de la miseria humana y da a tus fieles parte en tu victoria santa.
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