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25 mayo 2018

Jesucristo Resucitado, único Redentor del género humano


Si tuviésemos que señalar el rasgo más esencial, novedoso y rompedor del Cristianismo, sin duda alguna, éste sería el Dogma de la Encarnación. El Cristianismo es la única religión que afirma que Dios Eterno, se hace Hombre en un lugar concreto y en una fecha determinada de la Historia de la Humanidad.

A la Segunda Persona de la Trinidad, el Logos, la Palabra, el Verbo –engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre- le da la carne, el ser hombre, una criatura, María Santísima. Esto implica que la Virgen María, Madre de Jesús, Madre de Dios, Madre del Redentor, es una figura esencial de nuestra fe, y por tanto, de la Historia de la Salvación.

El hecho de que el Verbo –Dios-, se haga Hombre indica, que la materia y en concreto, la carne poseen dignidad suficiente para que Dios no las desprecie ni las vea como negativas. El mundo material no es fruto de un origen maligno como pensaban los filósofos griegos, sino que es obra de la mano creadora de un Dios bueno que es Padre. Es decir, la materia por naturaleza no es mala sino buena, y esta idea se refuerza y cimienta mucho más con el hecho de la Encarnación que expresa que lo corporal es bello, digno y excelente en sí mismo, pues la fuente de la belleza, de la armonía y el orden es Dios hecho Hombre, Jesucristo, el Hombre perfecto.

Asumir esta cercanía de Dios en nuestra vida tiene que llevarnos a posicionamientos concretos por parte de cada uno de nosotros. Cuando los apóstoles se dispersan por las riberas del Mediterráneo después de la Resurrección y de la Ascensión del Señor Jesús, y comienzan a contar “lo que había ocurrido” en Palestina, suscitaron oleadas de asombro y respuestas generosas: filósofos de Atenas, esclavos de Alejandría, damas de la Corte Imperial de Roma, decidieron que nada de lo que poseían y nada de lo que hasta entonces les había ocurrido, valía algo en comparación con el conocimiento de Dios hecho Hombre y manifestado en Jesucristo. Siguieron siendo filósofos, esclavos y damas de la corte imperial, pero todo eso les parecía secundario en comparación con el seguimiento de Dios hecho Hombre, cargado con la Cruz, muerto en el Calvario y resucitado para la salvación de todo el género humano, hasta el punto, que cuando llegó el momento, se dejaron matar por amor a Cristo Jesús.

Ocurre que pasando los siglos, la “novedad” de Jesucristo y del Evangelio ha ido perdiendo fascinación; y la costumbre y la rutina apagan la ilusión hasta el punto que ha llegado a parecernos normal que el Logos, el Verbo Eterno se haga Hombre y habite entre nosotros. Ha llegado a parecernos normal que Dios nazca, y lo haga donde comen las bestias, en un pesebre.

Ha llegado a parecernos normal que a Dios lo mate su criatura el hombre por medio de una tortura tan terrible como la Pasión. Con toda tranquilidad hemos apagado la capacidad de asombro e impacto de ver a Dios tan cercanísimo a nosotros. Como si en cierto modo nos diera exactamente igual, y no hay cosa peor que la indiferencia.

Por eso, al contemplar la cercanía de Dios en Jesucristo, en vez de conmovernos por dentro y hacernos santos, lo que hacemos es “cumplir” quedándonos en cristianos de “medio pelo”, mediocres. Lo cual no deja de ser un contrasentido, una incoherencia de vida, lo que llamaban los antiguos un “contradios”; porque se puede ser o no ser cristiano, aceptar o rechazar en la propia vida a Jesucristo, pero lo que no encaja de ninguna manera es ejercer de cristiano mediocre porque toca en la agenda o porque es una costumbre o tradición cultural y social.

Contemplando a Jesús Resucitado hemos de preguntarnos con San Ignacio de Loyola: “¿qué he hecho en mi vida por ti, mi buen Jesús? ¿qué hago en mi día a día por ti, mi buen Jesús? ¿qué estoy dispuesto a hacer por ti, mi Señor Jesús?

Que no demos la impresión de que hemos salido así de listos y sabelotodo, que evitamos que la persona de Dios hecho Hombre, su Palabra y su mensaje “más tajante que espada de doble filo” altere nuestras vidas tan tranquilas, tan…burguesas, pues a cada uno nos está diciendo: “Vosotros sois testigos de esto”.


P. Francisco Aurioles
www.revistaecclesia.com

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