Reflexión en la Cuaresma de 2018
Nuestra misión necesita un corazón encendido en la caridad de Cristo. Un corazón que tenga el coraje de desgarrarse (cf. Jl 2,13), para estar en continua conversión, para secundar los anhelos que llevan a colmar la existencia humana con el compromiso histórico de cambiar la faz de la tierra. Un compromiso que vehicula la misión de anunciar a Jesucristo y construir su Reino.
Nos hace bien recorrer el camino cuaresmal cada año. Aparece delante de nosotros, casi por sorpresa, con la señal de la ceniza, y nos eleva hacia las ascuas bendecidas para encender la luz pascual, símbolo de Cristo Resucitado. Es un camino para resurgir, para hallar vida, para encontrarnos con quien es la Vida; para confrontarnos con nuestra propia verdad y con quien es la Verdad. Por eso, la senda pasa por rasgar el corazón. Para apartar de él cualquier sentimiento helado, cualquier violencia, rencor, resentimiento… todo mal latido. Y mantener así nuestras entrañas en continua conversión, en este ir caminando cada vez más al compás de los latidos del amor.
En su mensaje para esta Cuaresma el Papa Francisco nos previene ante los falsos profetas y ante un corazón frío. Cualquiera puede dejarse engañar y congelar el corazón. Es fácil, sobre todo si crees que no te va a ocurrir. Necesitamos un corazón encendido en la caridad de Cristo. Que sea el amor de Cristo el que —como sugiere bellamente Isaac de la Estrella— nos induzca a obrar o a dejar de obrar, a cambiar las cosas o a dejarlas como están (cf. Sermón 31: PL 194,1292-1293).
¿Cómo podemos encender el corazón en la caridad de Cristo? ¿Con qué corajes y con qué anhelos? En primer lugar, hay que tener el arrojo de rasgar el corazón para alejar de él toda mentira y engaño, para asumir la propia verdad, con sus miserias y sus grandezas, sin confundirlas. De tal modo que logremos romper inercias que enfrían el corazón, dejándolo a merced de las heladas de la comodidad, la parálisis, la ceguera, el aislamiento, la injusticia, la corrupción… Si despertamos en nosotros esta valentía, veremos crecer una aspiración generosa de renovación (cf. EG 26), una sincera disposición para que todo sea transformado, para querer verdaderamente ser curados, recobrar la vista, ser justos y honestos. Este coraje y este anhelo bien pueden ser nuestra oración durante la Cuaresma: una plegaria elevada al Señor sin esperar mayor recompensa (cf. Mt 6, 5) pero confiando en recibir de Su parte el don de un corazón de fuego para salir en misión.
En segundo lugar, para que la caridad de Cristo prenda en el corazón, es precisa la audacia de rasgarlo para eliminar de él la distancia con los pobres y necesitados, para desterrar cualquier actitud de exclusión, de descarte, de superioridad, de agresividad, de indiferencia, de rigidez… Todas estas actitudes son témpanos que lanzamos hacia el corazón de otros, pero que terminan por congelar el nuestro. Esta audacia alumbrará en nosotros un estilo de vida libre y dadivoso, capaz de acompañar, de ayudar, de ofrecer cercanía, proximidad, especialmente a cuantas personas se encuentren desamparadas o desesperanzadas, esclavizadas u oprimidas. Este coraje y este anhelo bien pueden ser nuestra limosna durante la Cuaresma, sin ruido de trompetas, sin que sepa la mano izquierda lo que hace la derecha (cf. Mt 6, 3), pero dejando que el cambio se transparente en los rostros de quienes somos tocados por la caridad de Cristo y por los pobres.
En tercer lugar, un corazón que se inflame en la caridad de Cristo ha de ser un corazón alegre. El que surge cuando tenemos el valor de privarnos de todo lo que es exceso que daña a la persona y la enfría. Tal privación nos dará a conocer lo que se siente cuando falta lo indispensable y aumentará en nosotros el deseo de la vida y la alegría que brotan del encuentro con Jesús. Este coraje y este anhelo bien pueden ser nuestro ayuno durante la Cuaresma, el gesto interno de desprendimiento que, con la cabeza perfumada (cf. Mt 6,17), nos permitirá mostrar el gozo que se aviva con el fuego del amor de Cristo.
El Padre Dios que está en lo escondido (cf. Mt 6,18) nos llevará por este camino cuaresmal —por el Camino, que es su mismo Hijo— hasta la hoguera de la Pascua de Cristo y del don del Espíritu Santo. En Dios siempre encontraremos el fuego de fundidor del único amor que colma todos los anhelos del hombre y da coraje para cambiar el propio corazón y el corazón del mundo, que necesita igualmente inflamarse de verdadera caridad. El corazón de Dios siempre está encendido: el nuestro lo estará si se acerca a la lumbre del amor divino y permanece allí con Él.
No desperdiciemos el tiempo que ahora es favorable (cf. 2Cor 6,2). Con esta llama misionera en las entrañas, merece la pena embarcarse un año más en la peregrinación eclesial de la Cuaresma. Caminemos con santa María Virgen, Madre de Dolor y de Esperanza. ¡Hasta la Pascua de Resurrección!
✠ Luis Ángel de las Heras, C.M.F.
Obispo de Mondoñedo-Ferrol
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