La Iglesia nos regala la cuaresma como tiempo litúrgico de preparación para recibir los sacramentos de la iniciación cristiana y renovar las promesas bautismales en pascua. El Concilio Vaticano II, nos enseña que “el tiempo cuaresmal prepara a los fieles (…) para que celebren el misterio pascual, sobre todo (…) mediante la penitencia” (SC 109). Es el tiempo litúrgico penitencial por excelencia, porque se ofrece como un itinerario de fe para dejarse rescatar por la muerte y resurrección del Señor, que nos devuelve la dignidad perdida por el pecado. La cuaresma convoca a celebraciones penitenciales porque es tiempo de conversión, de arrepentimiento y de vuelta a Dios.
Además, gloria, aleluya, flores, misas votivas y por diversas necesidades, te Deum, música… ¿por qué la normativa litúrgica lo suprime, salvo excepciones, durante estas seis semanas? La razón fundamental es que el “desierto cuaresmal” se caracteriza por la austeridad, la penitencia y la purificación, no por la tristeza, y, por ello, estos signos tradicionales siguen teniendo sentido.
Ayuno, limosna y oración, junto a los mencionados signos litúrgicos, y otros como la ceniza, la abstinencia de comer carne los viernes, etc… son medios eclesiales que ayudan a todos para vivir lo más importante de la cuaresma: la eucaristía y la escucha de la palabra de Dios, la conversión y el sacramento de la reconciliación. Y todo con la mirada puesta en la cruz con un objetivo fundamental: alcanzar la pascua.
Los primeros cristianos ya practicaban el ayuno (Hc 14, 23) como acto de culto a Dios. La abstinencia y los ayunos del miércoles de ceniza y del viernes santo, son signos de gracia y de identificación con Cristo, que conducen a la limosna.
En la liturgia del viernes después de ceniza, el profeta Isaías nos invita a pasar del ayuno a la auténtica limosna que es el amor fraterno (Is 58, 6-7); entonces el ayuno que Dios quiere es que no tengan que ayunar los pobres. La limosna es signo cuaresmal de identificación con Cristo. Los cristianos somos portadores de la “cultura de la gratuidad” frente a la cultura narcisista y autorreferencial del interés. Por ello la limosna como signo de conversión y de desprendimiento nos conduce, poco a poco, a su máxima expresión que es la donación de uno mismo, como Cristo.
Unida a la limosna y al ayuno, la cuaresma es tiempo dedicado “más intensamente a la oración”, para que el Señor conceda a sus “hijos anhelar, año tras año, con el gozo de habernos purificado, la solemnidad de la Pascua, para que, dedicados con mayor entrega a la alabanza divina (…) lleguemos a ser con plenitud hijos de Dios” (prefacio I cuaresma). La liturgia de las horas marcará el ritmo orante de este tiempo; acudamos a la oración de la Iglesia, colmada de Palabra de Dios.
Con la ceniza recibimos la llamada evangélica a la conversión cuando escuchamos “conviértete…”. A ésta siguen las palabras “…y cree en el evangelio”, que nos llaman a la fe, o al reinicio de la fe. La cuaresma es tiempo de evangelización y conversión.
Alejandro Pérez Verdugo,
Doctor en Sagrada Liturgia
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