La Madre Mariana y las Consejeras se echaron las capas como mantones por encima del hábito y callejearon los veinte minutos, desde Marqués de Urquijo hasta García de Paredes, como una exhalación, entre la lluvia y la nieve, mezclada con granizo, del frío que hizo todo aquel día.
Subió al primer piso. Cuando entró en la habitación de aquel Hogar bautizado por él mismo “Puerta del Cielo”, oyó respirar a don Francisco trabajosamente pero sosegadamente.
Madre Mariana sabía el padre Méndez vivía pobremente. Pero no tanto.Al abrir la puerta de madera lisa, con una pequeña celosía alta en ella, tenía a la izquierda un baúl para la ropa, entre la que escondía los cilicios y disciplinas. En un sencillo armario de madera colgaba el abrigo de por casa, un balandrán o guardapolvos, la teja, el bonete, la esclavina y un bastón. Todo un ajuar evangélico.
Adosado a la pared, un cajón le servía de mesa. Sobre él caía, colgando del cable, una simple bombilla para toda la estancia. Una silla. Cuatro estantes de madera, con algunos libros, el Breviario, el Rosario, papeles y correspondencia. Entre las dos paredes más largas, una gran ventana. Casi debajo de ella, en el rincón con la otra pared, unas tablas por somier sobre dos soportes de hierro, y un jergón lleno de periódicos viejos por colchón.
Otro cajón, de mesilla, junto a esa especie de cama. Encima de él, un bote en el que, con papel de periódico, se sujetaba a un cabo de vela para las restricciones de luz. En el mismo rincón y a la cabecera, en el palo que dejaba la ventana, a un brazo sobre el lecho: la cruz, en la que su padre había pintado al Señor crucificado. Y formando ángulo, un cuadro de la Virgen. Debajo una pililla de agua bendita, para comenzar y terminar el día.
Cuando Mariana avanzó hacia la cabecera, después de haberse cruzado entre ellos la mayor comunicación que pudiera caber en su mirada, notó el frío de la ventana. Se dio cuenta de que, detrás de las hojas de la contraventana, él había puesto cartones en alguno de los cuarterones, donde no había quedado cristal.
Si don Francisco no había llamado al vidriero, ni la había reparado en su vida, con tanta maña como tenía, no era hora de que Pablo, el maestro carpintero, se pusiera a arreglar la ventana.
Ella y las Hermanas se decidieron a respetar y pasar el mismo frío y su agonía, con él, turnándose para no consumir el oxígeno de la habitación. Porque, además, todas a la vez no cabían.
Le habían añadido unas mantas a la que él usaba y a una tela colchonera encima, rayada de arriba abajo, que le servía de sobrecubierta.
Durante todo el mes de Febrero anterior, con 73 años bien cumplidos-la mismísima edad a la que había muerto su padre-don Francisco estuvo saliendo de día y de noche a Cuatro Caminos y, desde allí, por los arrabales de la ciudad a buscar golfos que dormían apiñados en portales, cuevas y chabolas de los suburbios o en edificios hundidos en espera de reconstrucción. Y el invierno era, desgraciadamente, el mejor tiempo para ir a buscar golfillos por las calles e invitarlos a vivir en una casa nueva preparada para ellos. “Su casa, si querían”.
En otras nevadas del mes siguiente de Marzo, también bajo cero, volvió a salir de noche a buscar otros golfillos. En una de esas salidas vio a un matrimonio con dos hijos junto a la fachada de Porta Coeli, pues los habían echado del piso por no pagar alquiler. Los hizo entrar, les dio de cenar y acogió a los chicos.
Comenzó a tener por entonces fuerte hemorragias nasales que tuvieron que taponarle. Y andaba todavía más encorvado que en sus últimos años, casi agachado sobre su bastón o alguna vez, para trechos más largos, apoyado en el brazo de Valentín, el hijo de Pablo el carpintero.
Las Hermanas de Porta Coeli quisieron frenarlo una mañana de aquel Marzo, cuando salía en esas condiciones. No pudieron. Alegó que no podía dejar un asunto importante. Al volver, después de unas horas, todo mojado y aterido de frío, no dijo de dónde venía. La intuición femenina, sin embargo, les hizo adivinar que había ido a las cuevas. A llevar comida a unas pobres gentes que se habían refugiado en el cinturón de miseria, que siempre parece que tenga que rodear la gran ciudad.
A finales de Marzo cada paso le pesaba un quintal. Pero todavía el 30, Domingo cuarto de Cuaresma, fue a la Catedral, como si fuera su despedida litúrgica.
Y a la “casa Madre”: "Hijas mías, esto se acaba”, sonrió a un grupo de hermanas, como si fuera su despedida apostólica.
Empezó con un catarro, pero era una bronconeumonía. Las hemorragias nasales también lo habían debilitado mucho, dejándolo exangüe.
El lunes 31 ya no se levantó en todo el día. El médico, que le asistió durante sus últimos tres días y en las últimas horas, atestigua que no le vio impaciencia alguna. “Tengo muchos dolores, pero sufro por ustedes”, dijo con toda sencillez a una hermana.
Él mismo, consciente de cómo estaba, pidió a esas horas de la noche, pero ya 1 de Abril, el sacramento de la Unción de los enfermos y el Viático. Las hermanas despertaron a los golfillos. Eran las dos de una madrugada infinita.
Al verlos, arracimados en la puerta, quiso despedirse: “Hijos míos, Dios me llama y estoy dispuesto para partir con amor. Se acaba mi misión en la tierra.Sólo os pido que seáis buenos, obedientes y respetuosos con las Hermanas que hacen de madres para con vosotros. Sed aplicados y dóciles a vuestros maestros para que lleguéis a ser hombres honrados y útiles a la sociedad.
Poneos de rodillas, hijos míos, por quienes doy mi vida, que voy a daros mi bendición a vosotros y a todos los que me acompañáis. Y ya no pudo incorporarse. Pero dio la bendición a los chicos, a las Hermanas y al personal de la casa.
Cada hora parecía un siglo. Por los cristales, que aún había dejado en el marco de la ventana para no gastar electricidad, quería entrar la primera luz del alba, que permaneció gris y turbia todo el día, como las nubes oscuras que no dejaron de amenazar con aguanieve la capital.
A las nueve, la Madre Mariana hizo que desde Marqués de Urquijo telefonearan a todas las casas para comunicar que el Padre estaba gravísimo. Que expusieran el Santísimo Sacramento y rezaran al Señor por él.
Fueron llegando por turnos las Trinitarias desde Marqués de Urquijo a “Porta Coeli” para despedirse del padre Fundador. Fue reconociendo una a una, a todas las Hermanas, con la misma paciencia y, entre la fatiga, las animaba a que observaran siempre las Constituciones y los consejos que les había dado. Al final, ya sólo sonreía para saludar y acoger.
Como vio llorar a alguna, con una voz cada vez más queda, susurró: “Digan a las hermanas de todas las casas que de todas y cada una me acuerdo y que muero bendiciéndolas a todas”. Junto a la cama de don Francisco estaba, de pie, Mariana. Con ella otras cinco hermanas Trinitarias.
También Valentín Almendros, el joven discípulo fiel de don Francisco, con su padre Pablo el carpintero. Se apiñaron todos, alrededor, en los últimos instantes.
Pablo, el maestro carpintero de Porta Coeli, se echó a llorar. Y don Francisco, al verlo, bromeó: “Tan valiente que eras, que mataste tantos moros en la guerra, y ahora ¿lloras?”. Pidió que le llevasen un golfillo, se lo acercaron y le dio la bendición, a él, para todos los demás.
“Hijas mías, no pidáis nunca nada sino cumplir en todo la voluntad de Dios. Si alguien os ofende, perdonadle sin demora”.
Poco después, con una voz casi imperceptible, espirando: “Ya no puedo hablar”.
Enseguida se quedó mirando al infinito con paz y serenidad, expresando satisfacción en el rostro. Al final, se le fueron cerrando los párpados y, expirando, entregó el espíritu.
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