Según avanza nuestra vida y van cayendo hojas de su «calendario», vamos acumulando años en nuestra existencia y vemos como al «tren» de nuestra vida se suben nuevas personas, nuevas vidas. Aquellos pequeños que nacen, o los amigos que aparecen en nuestra existencia y nos acompañan en nuestro camino.
Pero, al mismo tiempo, nos encontramos con la dura realidad de ver como parten de nuestro lado algunos de nuestros seres queridos, como se bajan de nuestro «tren» en una estación de tránsito. Os hablo, como podéis imaginar, de todos esos familiares y amigos que la Solemnidad de todos los Santos y la Conmemoración de los fieles difuntos, nos traen especialmente a nuestro recuerdo.
Son días donde en el centro de nuestra fe brilla la realidad de estos hermanos, aquellos que confiamos a la misericordia del Señor. Porque es cierto que la muerte es una realidad muy dura, que nos enfrenta a preguntas claves, a esas que tienen una difícil respuesta: después de la muerte, ¿qué? ¿Es el final? ¿Puede tener la última palabra? Sabemos que esa duda es razonable, es algo tan humano como la vida misma.
Sin embargo, dar un simple sí como respuesta es lo que hace que para algunas personas estas celebraciones del inicio de Noviembre sean días de pesar y de añoranza por lo que fue, por lo que acabó al final de la vida de alguien a quien queríamos, ya que todo quedó ahí.
Por eso los cristianos, los que esperamos la resurrección de los muertos, no podemos hacer nuestra esa respuesta. Ese hecho sería la derrota de una de las convicciones más profundas de nuestra fe: el amor es más fuerte que la misma muerte.
Porque las personas de fe, igual que no nos olvidamos nunca de nuestros seres queridos, no podemos resignarnos y olvidar quien es nuestra Verdad, nuestro Camino, pero sobre todo nuestra Vida. Es Jesucristo, y de Él nace la verdadera vida, la que brota del amor.
Él se nos dio en la Eucaristía, para ser nuestro verdadero Pan de vida, ofreciendo en la cruz ofreció su existencia por la salvación de todos nosotros, sus hermanos. Aunque es de su resurrección de donde surge la verdadera fuente de nuestra esperanza: poder participar de la nueva vida de felicidad, esa que el amor de Dios había reservado para todos sus hijos.
Es nuestra manera de recordar a nuestros seres queridos estos días, porque aunque no los veamos están. Permanecen rodeados del cariño de Dios, disfrutando de su belleza. Y mientras llega el momento de unirnos con ellos, elevamos al buen Padre Dios nuestras oraciones por ellos, por si en algo las necesitan; y al mismo tiempo nos ponemos bajo su intercesión, su cuidado. Cuidaron de sus familias y amigos durante su vida y esperamos que lo sigan haciendo en la presencia del Amor.
Por ello, si en estos días afloran lágrimas en nuestros ojos, que estas no sean de pesar sino de agradecimiento a ellos y a Dios, que ha querido poner en nuestra vida Su amor a través de ellos. Que celebremos así estos días, desde un espíritu de recuerdo agradecido.
Juan Manuel Ortiz
Sacerdote de la Diócesis de Málaga en Roma
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