Hoy se celebra la fiesta de los Santos Inocentes, los niños que murieron por Cristo, el Mesías de la humanidad, asesinados por órdenes del rey Herodes.
En un antiguo sermón, exclamaba San Quodvultdeus con gran elocuencia: “Todavía no hablan, y ya confiesan a Cristo. Todavía no pueden entablar batalla valiéndose de sus propios miembros, y ya consiguen la palma de la victoria”.
De acuerdo al relato de San Mateo, unos sabios venidos de Oriente advirtieron al rey Herodes del inminente nacimiento del Mesías, de quien estaba profetizado que llegaría a ser rey de Israel.
Estos sabios o “reyes magos” habían viajado desde muy lejos para adorar a aquel niño, y por eso se presentaron ante quien consideraban la máxima autoridad de esas tierras.
Herodes entonces les pidió que, después de adorar al recién nacido, regresen y le revelen dónde se hallaba para él también “ir a adorarlo”. Sin embargo, en secreto, el rey temía que ese recién nacido llegara a quitarle el poder algún día, así que hizo planes para matarlo.
Para asegurar que el niño no sobreviva, Herodes mandó a asesinar a todos los menores de dos años que vivían en Belén y sus alrededores. Aquel fue el primer derramamiento de sangre desatado a causa de Jesucristo: un crimen horrendo producto de la soberbia y la ambición desmedidas, un atentado cuyas víctimas carecían de mancha o reproche.
Por eso, la muerte de aquellos seres inocentes se convirtió en anticipo de la muerte del Salvador, víctima inocente por excelencia, porque ni el pecado original lo pudo alcanzar.
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