Buscar en este blog

24 febrero 2025

Nos unimos a Roma para rezar juntos el Santo Rosario por el Santo Padre.



 

Sigue aquí, en directo, el rezo del Rosario por la salud del Papa desde Roma.

 



Pincha en el enlace:


https://www.youtube.com/live/tv1F1DuZlqU?si=hFR3NzzuaCsNkQ6d


JUBILEO de los Diáconos. Homilía del Papa Francisco leída por Mons. Rino Fisichella en las ordenaciones de diáconos en el Vaticano. Domingo 23/02/2025.




El mensaje de las lecturas que hemos escuchado se podría resumir con una palabra: gratuidad. Un término ciertamente apreciado por ustedes diáconos, aquí reunidos para la celebración del Jubileo. Reflexionemos entonces sobre esta dimensión fundamental de la vida cristiana y del ministerio de ustedes, en particular desde tres aspectos: el perdón, el servicio desinteresado y la comunión.

En primer lugar, el perdón. El anuncio del perdón es una tarea esencial del diácono. De hecho, este es un elemento indispensable para cada camino eclesial y es una condición para toda convivencia humana. Jesús nos habla sobre esta exigencia y sobre su alcance cuando dice: «Amen a sus enemigos» (Lc 6,27). Y es precisamente así: para crecer juntos, compartiendo luces y sombras, éxitos y fracasos los unos de los otros, es necesario saber perdonar y pedir perdón, restableciendo relaciones y no excluyendo de nuestro amor ni siquiera a quien nos golpea y traiciona. Un mundo en donde para los adversarios hay sólo odio es un mundo sin esperanza, sin futuro, destinado a ser desgarrado por las guerras, divisiones y venganzas sin fin, como desafortunadamente vemos también hoy, en tantos ámbitos y en varias partes del mundo. Perdonar, entonces, quiere decir preparar para el futuro una casa hospitalaria, segura, en nosotros y en nuestras comunidades. El diácono, investido en primera persona de un ministerio que lo lleva hacia las periferias del mundo, se compromete a ver —y a enseñar a los otros a ver— en todos, también en quien se equivoca y produce sufrimiento, una hermana y un hermano heridos en el alma, y por eso necesitados más que nadie de reconciliación, de guía y de ayuda.

De esta apertura del corazón nos habla la primera lectura, presentándonos el amor leal y generoso de David hacia Saúl, su rey, pero a la vez su perseguidor (Cf. 1 S 26,2.7-9.12-13.22-23). Nos habla también sobre esto, en un contexto diverso, la muerte ejemplar del diácono Esteban, que cae bajo los golpes de las piedras perdonando a quienes lo lapidan (Cf. Hch 7,60). Pero sobretodo la vemos en Jesús, modelo de toda diaconía, que, sobre la cruz, “anonadándose” hasta dar la vida por nosotros (Cf. Fil 2,7), reza por quienes lo crucifican y abre para el buen ladrón las puertas del paraíso (Cf. Lc 23,34.43).

Y llegamos al segundo punto: el servicio desinteresado. El Señor, en el Evangelio, lo describe con una frase tan simple como clara: «Hagan el bien y presten sin esperar nada en cambio» (Lc 6,35). Pocas palabras que llevan consigo el buen perfume de la amistad. Ante todo, la de Dios por nosotros, pero luego también la nuestra. Para el diácono, dicho comportamiento no es un aspecto accesorio de su actuar, sino una dimensión esencial de su ser. En efecto, se consagra para ser, en el ministerio, “escultor” y “pintor” del rostro misericordioso del Padre, testigo del misterio del Dios-Trinidad.

En muchos pasajes del Evangelio Jesús habla sobre sí en este sentido. Lo hace con Felipe, en el cenáculo, poco después de haberle lavado los pies a los Doce, diciéndoles: «El que me ha visto, ha visto al Padre» (Jn 14,9); así como cuando instituye la Eucaristía y afirma: «Yo estoy entre ustedes como el que sirve» (Lc 22,27). Pero ya desde antes, de camino hacia Jerusalén, cuando sus discípulos discutían entre ellos sobre quién era el más grande, les había explicado que «El Hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por una multitud» (Mc 10,45).

Hermanos diáconos, el trabajo gratuito que realizan, como expresión de su consagración a la caridad de Cristo, es entonces, para ustedes, el primer anuncio de la Palabra, fuente de confianza y de alegría para quienes se encuentran con ustedes. Acompáñenlo siempre con una sonrisa, sin quejas y sin buscar reconocimientos, sosteniéndose mutuamente, también en sus relaciones con los Obispos y los presbíteros, “como expresión de una Iglesia comprometida a crecer en el servicio para el Reino con la valorización de todos los grados del ministerio ordenando” (cf. C.E.I., I Diaconi permanenti nella Chiesa in Italia. Orientamenti e norme, 1993, 55). Su actuar concorde y generoso, de esta manera, será un puente que una el altar a la calle, la Eucaristía a la vida cotidiana de la gente; la caridad será su liturgia más hermosa y la liturgia su servicio más humilde.

Y llegamos al último punto: la gratuidad come fuente de comunión. Dar sin pedir nada a cambio une, crea vínculos, porque expresa y alimenta un estar juntos que no tiene más finalidad que el don de sí y el bien de las personas. San Lorenzo, su santo patrón, cuando sus acusadores le pidieron que entregara los tesoros de la Iglesia, les mostró a los pobres y les dijo: “¡Este es nuestro tesoro!”. Es así como se construye la comunión. Diciéndole al hermano y a la hermana, con las palabras, pero sobre todo con las obras, personalmente y como comunidad: “para nosotros tú eres importante”, “te amamos”, “queremos que participes en nuestro camino y en nuestra vida”. Esto hacen ustedes: esposos, padres y abuelos decididos, en el servicio, a abrir sus familias a quien pasa necesidad, allí donde viven.

Así su misión, que los escoge de entre la sociedad para volver a colocarlos en medio de ella y hacer que sea cada vez más un lugar hospitalario y abierto a todos, es una de las expresiones más bellas de la Iglesia sinodal y “en salida”.

Dentro de poco algunos de ustedes, al recibir el sacramento del Orden, “descenderán” los grados del ministerio. Deliberadamente digo y subrayo que “descenderán”, y no que “subirán”, porque con la ordenación no se sube, sino que se desciende, nos hacemos pequeños, nos abajamos y nos despojamos de nosotros mismos. En palabras de san Pablo, nos despojamos, en el servicio, del “hombre terrenal”, y nos revestimos, en la caridad, del “hombre celestial” (cf. 1 Co 15,45-49).

Meditemos todos sobre lo que se realizará en breve, mientras nos acogemos a la Virgen María, la esclava del Señor, y a san Lorenzo, el patrón de ustedes. Que ellos nos ayuden a vivir todo nuestro ministerio con corazón humilde y lleno de amor, y a ser, en la gratuidad, apóstoles de perdón, siervos desinteresados de los hermanos y constructores de comunión.




23 febrero 2025

JUBILEO de los Diáconos Permanentes.




Con ocasión del Jubileo de los Diáconos, ofrecemos algunas reflexiones de los Pontífices sobre este ministerio que contribuye a la santificación de la comunidad cristiana en comunión con el obispo y los presbíteros.


El diácono está "al servicio del obispo y de los presbíteros". Puede proclamar el Evangelio y dirigir la oración de la asamblea. El Concilio Vaticano II entendió el diaconado como un "grado propio y permanente de la jerarquía". La Constitución dogmática Lumen Gentium, tras describir la función de los presbíteros como participación en la función sacerdotal de Cristo, ilustra el ministerio de los diáconos, "a quienes se imponen las manos no para el sacerdocio, sino para el servicio".


La Iglesia constitutivamente diaconal


Los Pontífices, en varias ocasiones, se han detenido en el servicio ofrecido por los diáconos. En el encuentro con los diáconos permanentes de la diócesis de Roma en 2021, el Papa Francisco subrayó que "el diaconado, siguiendo la vía alta del Concilio, nos conduce al centro del misterio de la Iglesia".

Así como he hablado de "”Iglesia constitutivamente misionera” y de “Iglesia constitutivamente sinodal”, digo que deberíamos hablar de “Iglesia constitutivamente diaconal”. Si no se vive esta dimensión del servicio, todo ministerio, en efecto, se vacía por dentro, se vuelve estéril, no produce frutos. Y poco a poco se vuelve mundano. Los diáconos recuerdan a la Iglesia que lo que descubrió Santa Teresita es cierto: la Iglesia tiene un corazón quemado por el amor. Sí, un corazón humilde que palpita con el servicio. Los diáconos nos lo recuerdan cuando, como el diácono san Francisco, llevan a los demás la cercanía de Dios sin imponerse, sirviendo con humildad y alegría. La generosidad de un diácono que se entrega sin buscar las primeras filas huele a Evangelio, nos habla de la grandeza de la humildad de Dios que da el primer paso —siempre, Dios da siempre el primer paso— para salir al encuentro incluso de los que le han dado la espalda.


Los servicios realizados por los diáconos


El Papa Francisco en esa ocasión también recordó que se debe prestar atención a otro aspecto: "La disminución del número de sacerdotes ha llevado a un compromiso prevalente de los diáconos en tareas de sustitución que, aunque importantes, no constituyen la naturaleza específica del diaconado. Son tareas de sustitución". 

El Papa Benedicto XVI también se detiene en el servicio especial de los diáconos en 2006. Al reunirse con los diáconos permanentes de la diócesis de Roma, recordó los servicios que prestaron "con gran generosidad" en numerosas comunidades parroquiales:

"Al enseñar el Evangelio de Cristo, que os entregó el obispo el día de vuestra ordenación, ayudáis a los padres que piden el bautismo para sus hijos a profundizar el misterio de la vida divina que se nos ha dado y el de la Iglesia, la gran familia de Dios, mientras a los novios que desean celebrar el sacramento del matrimonio les anunciáis la verdad sobre el amor humano, explicando así que "el matrimonio basado en un amor exclusivo y definitivo se convierte en el icono de la relación de Dios con su pueblo y, viceversa" (ib., 11).

Muchos de vosotros trabajáis en oficinas, hospitales y escuelas:  en estos ambientes estáis llamados a ser servidores de la Verdad. Al anunciar el Evangelio, podréis presentar la Palabra capaz de iluminar y dar sentido al trabajo del hombre, al sufrimiento de los enfermos, y ayudaréis a las nuevas generaciones a descubrir la belleza de la fe cristiana". 


La contribución del diácono casado


La contribución del diácono casado a la transformación de la vida familiar también es importante. Así lo subrayó el Papa Juan Pablo II en 1987 al dirigirse a los diáconos permanentes de los Estados Unidos.

"Él y su esposa, habiendo entrado en comunión de vida, están llamados a ayudarse y servirse mutuamente (cf. Gaudium et Spes, 48). Su colaboración y unidad es tan íntima en el sacramento del matrimonio, que la Iglesia exige el debido consentimiento de la esposa antes de que el marido pueda ser ordenado diácono permanente... El enriquecimiento y la profundización del amor sacrificado y mutuo entre marido y mujer constituye quizá la participación más significativa de la esposa de un diácono en el ministerio público de su marido en la Iglesia (Orientaciones, NCCB, 110). Especialmente hoy, este no es un servicio pequeño. En particular, el diácono y su esposa deben ser un ejemplo vivo de fidelidad e indisolubilidad en el matrimonio cristiano ante un mundo que siente una profunda necesidad de estos signos. Afrontando con espíritu de fe los retos de la vida conyugal y las exigencias de la vida cotidiana, fortalecen la vida familiar no sólo de la comunidad eclesial, sino de toda la sociedad".


En camino hacia una meta ulterior


En su encuentro de 1977 con los diáconos del Seminario Mayor de Milán, el Papa Pablo VI se detuvo finalmente en la alegría que espera a los diáconos llamados a recorrer el camino del sacerdocio.

Como diáconos, ya saboreáis la alegría de estar ahora asociados al verdadero y propio «servicio» de la Iglesia. Pero, sin duda, en este momento vuestra mente se dirige hacia aquella meta aún más alta, ya cercana, a la que Dios os ha llamado para hacer de vosotros, mediante el sacramento del Orden, sus ministros, los heraldos del Evangelio de Jesucristo, los dispensadores de su Sangre y de su Palabra. Faltan palabras para expresar toda la grandeza y la responsabilidad de esta misión; una misión que constituye la confirmación siempre viva de la gran promesa del Señor: «He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20). Sí, los sacerdotes son el signo de la continuidad y de la presencia de Cristo Maestro y Pastor entre los hombres, y manifiestan la vitalidad y la perpetuidad de la Iglesia. Como dijo el Concilio Vaticano II, «ellos, bajo la autoridad del obispo, santifican y gobiernan la porción del rebaño del Señor que les ha sido confiada, en su lugar hacen visible la Iglesia universal y aportan una gran contribución a la edificación de todo el Cuerpo de Cristo».

En este Año Santo de la Esperanza, se abre estos días un acontecimiento jubilar dedicado al diaconado. 

Del 21 al 23 de febrero, la Iglesia celebra el Jubileo de los Diáconos, ministros que se ponen al seguimiento de Cristo, al servicio de la Iglesia y de los últimos. 



(Fuente: Vatican News)

PODCAST - Reflexión Domingo VII del Tiempo Ordinario.



Pincha en el enlace:


Reflexión Domingo VII del Tiempo Ordinario  



Evangelio. Domingo VII del Tiempo Ordinario.


Lectura del Evangelio según San Lucas


En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Yo os digo a los que me escucháis: Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien, bendecid a los que os maldigan, rogad por los que os difamen. Al que te hiera en una mejilla, preséntale también la otra; y al que te quite el manto, no le niegues la túnica. A todo el que te pida, da, y al que tome lo tuyo, no se lo reclames. Y lo que queráis que os hagan los hombres, hacédselo vosotros igualmente. Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? Pues también los pecadores aman a los que les aman. Si hacéis bien a los que os lo hacen a vosotros, ¿qué mérito tenéis? ¡También los pecadores hacen otro tanto! Si prestáis a aquellos de quienes esperáis recibir, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a los pecadores para recibir lo correspondiente.

»Más bien, amad a vuestros enemigos; haced el bien, y prestad sin esperar nada a cambio; y vuestra recompensa será grande, y seréis hijos del Altísimo, porque Él es bueno con los ingratos y los perversos. Sed compasivos, como vuestro Padre es compasivo. No juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados. Dad y se os dará; una medida buena, apretada, remecida, rebosante pondrán en vuestro regazo. Porque con la medida con que midáis se os medirá».