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10 julio 2015

El misterio eucarístico se realiza en el sacrificio de la misa. (Pablo VI, Papa)


Y para edificación y alegría de todos, nos place, venerables hermanos, recordar la doctrina que la Iglesia católica conserva por la tradición y enseña con unánime consentimiento.

Ante todo, es provechoso traer a la memoria lo que es como la síntesis y punto central de esta doctrina, es decir, que por el misterio eucarístico se representa de manera admirable el sacrificio de la Cruz consumado de una vez para siempre en el Calvario, se recuerda continuamente y se aplica su virtud salvadora para el perdón de los pecados que diariamente cometemos. Nuestro Señor Jesucristo, al instituir el misterio eucarístico, sancionó con su sangre el Nuevo Testamento, cuyo Mediador es Él, como en otro tiempo Moisés había sancionado el Antiguo con la sangre de los terneros. Porque, como cuenta el Evangelista, en la última cena, «tomando el pan, dio gracias, lo partió y se lo dio, diciendo: Este es mi Cuerpo, entregado por vosotros; haced esto en memoria mía. Asimismo tomó el cáliz, después de la cena, diciendo: Este es el cáliz de la nueva Alianza en mi sangre, derramada por vosotros». Y así, al ordenar a los Apóstoles que hicieran esto en memoria suya, quiso por lo mismo que se renovase perpetuamente. Y la Iglesia naciente lo cumplió fielmente, perseverando en la doctrina de los Apóstoles y reuniéndose para celebrar el sacrificio eucarístico: «Todos ellos perseveraban —atestigua cuidadosamente San Lucas— en la doctrina de los apóstoles y en la comunión de la fracción del pan y en la oración». Y era tan grande el fervor que los fieles recibían de esto, que podía decirse de ellos: «la muchedumbre de los creyentes era un solo corazón y un alma sola».

Y el apóstol Pablo, que nos transmitió con toda fidelidad lo que el Señor le había enseñado, habla claramente del sacrificio eucarístico, cuando demuestra que los cristianos no pueden tomar parte en los sacrificios de los paganos, precisamente porque se han hecho participantes de la mesa del Señor. «El cáliz de bendición que bendecimos —dice— ¿no es por ventura la comunicación de la Sangre de Cristo? Y el pan que partimos ¿no es acaso la participación del Cuerpo de Cristo?... No podéis beber el cáliz de Cristo y el cáliz de los demonios, no podéis tomar parte en la mesa del Señor y en la mesa de los demonios». La Iglesia, enseñada por el Señor y por los apóstoles ha ofrecido siempre esta nueva oblación del Nuevo Testamento, que Malaquías había preanunciado, no sólo por los pecados de los fieles aún vivos y por sus penas, expiaciones y demás necesidades, sino también por los muertos en Cristo, no purificados aún del todo.

Y omitiendo otros testimonios, recordamos tan sólo el de San Cirilo de Jerusalén, el cual, instruyendo a los neófitos en la fe cristiana, dijo estas memorables palabras: «Después de completar el sacrificio espiritual, rito incruento, sobre la hostia propiciatoria, pedimos a Dios por la paz común de las Iglesias, por el recto orden del mundo, por los emperadores, por los ejércitos y los aliados, por los enfermos, por los afligidos, y, en general, todos nosotros rogamos por todos los que tienen necesidad de ayuda y ofrecemos esta víctima... y luego [oramos] también por los Santos Padres y obispos difuntos y, en general, por todos los que han muerto entre nosotros, persuadidos de que les será de sumo provecho a las almas por las cuales se eleva la oración mientras esté aquí presente la Víctima Santa y digna de la máxima reverencia». Confirmando esto con el ejemplo de la corona entretejida para el emperador a fin de que perdone a los desterrados, el mismo santo Doctor concluye así su discurso: «Del mismo modo también nosotros ofrecemos plegarias a Dios por los difuntos, aunque sean pecadores; no le entretejemos una corona, pero le ofrecemos en compensación de nuestros pecados a Cristo inmolado, tratando de hacer a Dios propicio para con nosotros y con ellos». San Agustín atestigua que esta costumbre de ofrecer el sacrificio de nuestra redención también por los difuntos estaba vigente en la Iglesia romana, y al mismo tiempo hace notar que aquella costumbre, como transmitida por los Padres, se guardaba en toda la Iglesia.

Pero hay otra cosa que, por ser muy útil para ilustrar el misterio de la Iglesia, nos place añadir; esto es, que la Iglesia, al desempeñar la función de sacerdote y víctima juntamente con Cristo, ofrece toda entera el sacrificio de la misa, y toda entera se ofrece en él. Nos deseamos ardientemente que esta admirable doctrina, enseñada ya por los Padres, recientemente expuesta por nuestro predecesor Pío XII, de inmortal memoria, y últimamente expresada por el Concilio Vaticano II en la ConstituciónDe Ecclesia a propósito del pueblo de Dios, se explique con frecuencia y se inculque profundamente en las almas de los fieles, dejando a salvo, como es justo, la distinción no sólo de grado, sino también de naturaleza que hay entre el sacerdocio de los fieles y el sacerdocio jerárquico. Porque esta doctrina, en efecto, es muy apta para alimentar la piedad eucarística, para enaltecer la dignidad de todos los fieles y para estimular a las almas a llegar a la cumbre de la santidad, que no consiste sino en entregarse por completo al servicio de la divina Majestad con generosa oblación de sí mismo.

Conviene, además, recordar la conclusión que de esta doctrina se desprende sobre la naturaleza pública y social de toda misa. Porque toda misa, aunque sea celebrada privadamente por un sacerdote, no es acción privada, sino acción de Cristo y de la Iglesia, la cual, en el sacrifico que ofrece, aprende a ofrecerse a sí misma como sacrificio universal, y aplica a la salvación del mundo entero la única e infinita virtud redentora del sacrificio de la Cruz.

Pues cada misa que se celebra se ofrece no sólo por la salvación de algunos, sino también por la salvación de todo el mundo.

De donde se sigue que, si bien a la celebración de la misa conviene en gran manera, por su misma naturaleza, que un gran número de fieles tome parte activa en ella, no hay que desaprobar, sino antes bien aprobar, la misa celebrada privadamente, según las prescripciones y tradiciones de la Iglesia, por un sacerdote con sólo el ministro que le ayuda y le responde; porque de esta misa se deriva gran abundancia de gracias especiales para provecho ya del mismo sacerdote, ya del pueblo fiel y de otra la Iglesia, y aun de todo el mundo: gracias que no se obtienen en igual abundancia con la sola comunión.

Por lo tanto, con paternal insistencia, recomendamos a los sacerdotes —que de un modo particular constituyen nuestro gozo y nuestra corona en el Señor— que, recordando la potestad, que recibieron del obispo que los consagró para ofrecer a Dios el sacrificio y celebrar misas tanto por los vivos como por los difuntos en nombre del Señor, celebren cada día la misa digna y devotamente, de suerte que tanto ellos mismos como los demás cristianos puedan gozar en abundancia de la aplicación de los frutos que brotan del sacrificio de la Cruz. Así también contribuyen en grado sumo a la salvación del genero humano.





MYSTERIUM FIDEI DE SU SANTIDAD PABLO VI.
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