Le preguntaba a monseñor Fisichella si entendéis el italiano, y me ha dicho que todos tenéis la traducción… Estoy algo más tranquilo.
Le agradezco a monseñor Fisichella sus palabras y le agradezco también su trabajo: ha trabajado mucho para hacer no sólo esto sino todo lo que ha hecho y hará en el Año de la fe. ¡Muchas gracias! Pero monseñor Fisichella ha dicho una palabra, y yo no sé si es verdad, pero la retomo: ha dicho que todos vosotros tenéis ganas de dar vuestra vidapara siempre a Cristo. Ahora aplaudís, festejáis, porque es tiempo de bodas… Pero cuando se termina la luna de miel, ¿qué sucede? He oído a un seminarista, un buen seminarista, que decía que quería servir a Cristo, pero durante diez años, y luego pensará en comenzar otra vida… ¡Esto es peligroso! Pero oíd bien: todos nosotros, también nosotros los más ancianos, también nosotros, estamos bajo la presión de esta cultura de lo provisional; y esto es peligroso, porque uno no se juega la vida una vez para siempre. Me caso hasta que dure el amor; me hago monja, pero por un «tiempito»…, «un poco de tiempo», y después veré; me hago seminarista para hacerme sacerdote, pero no sé cómo terminará la historia. ¡Esto no va con Jesús! No os reprocho a vosotros, reprocho esta cultura de lo provisional, que nos golpea a todos, porque no nos hace bien, porque una elección definitiva hoy es muy difícil. En mis tiempos era más fácil, porque la cultura favorecía una elección definitiva, sea para la vida matrimonial, sea para la vida consagrada o la vida sacerdotal. Pero en esta época no es fácil una elección definitiva. Somos víctimas de esta cultura de lo provisional. Querría que pensarais en esto: ¿cómo puedo liberarme de esta cultura de lo provisional? Debemos aprender a cerrar la puerta de nuestra celda interior, desde dentro. Una vez un sacerdote, un buen sacerdote, que no se sentía un buen sacerdote porque era humilde, se sentía pecador y rezaba mucho a la Virgen, y le decía esto a la Virgen —lo diré en español porque era una bella poesía—. Le decía a la Virgen que jamás, jamás se alejaría de Jesús, y decía: «Esta tarde, Señora, la promesa es sincera. Por las dudas, no olvide dejar la llave afuera». Pero esto se dice pensando siempre en el amor a la Virgen, se lo dice a la Virgen. Pero cuando uno deja siempre la llave afuera, por lo que podría suceder… No está bien. ¡Debemos aprender a cerrar la puerta por dentro! Y si no estoy segura, si no estoy seguro, pienso, me tomo mi tiempo, y cuando me siento seguro, en Jesús, se entiende, porque sin Jesús nadie está seguro, cuando me siento seguro, cierro la puerta. ¿Habéis comprendido esto? ¿Qué es la cultura de lo provisional?
Cuando he entrado, he visto lo que había escrito. Quería deciros una palabra, y la palabra era alegría. Siempre, donde están los consagrados, los seminaristas, las religiosas y los religiosos, los jóvenes, hay alegría, siempre hay alegría. Es la alegría de la lozanía, es la alegría de seguir a Cristo; la alegría que nos da el Espíritu Santo, no la alegría del mundo. ¡Hay alegría! Pero, ¿dónde nace la alegría? Nace… Pero, ¿el sábado por la noche volveré a casa e iré a bailar con mis antiguos compañeros? ¿De esto nace la alegría? ¿De un seminarista, por ejemplo? ¿No? ¿O sí?
Algunos dirán: la alegría nace de las cosas que se tienen, y entonces he aquí la búsqueda del último modelo de smartphone, el scooter más veloz, el coche que llama la atención… Pero yo os digo, en verdad, que a mí me hace mal cuando veo a un sacerdote o a una religiosa en un auto último modelo: ¡no se puede! ¡No se puede! Pensáis esto: pero entonces, Padre, ¿debemos ir en bicicleta? ¡Es buena la bicicleta! Monseñor Alfred va en bicicleta: él va en bicicleta. Creo que el auto es necesario cuando hay mucho trabajo y para trasladarse… ¡pero usad uno más humilde! Y si te gusta el más bueno, ¡piensa en cuántos niños se mueren de hambre! Solamente esto. La alegría no nace, no viene de las cosas que se tienen. Otros dicen que viene de las experiencias más extremas, para sentir la emoción de las sensaciones más fuertes: a la juventud le gusta caminar en el borde del precipicio, ¡le gusta de verdad! Otros, incluso, del vestido más a la moda, de la diversión en los locales más en boga, pero con esto no digo que la religiosas vayan a esos lugares, lo digo de los jóvenes en general. Otros, incluso, del éxito con las muchachas o los muchachos, quizás pasando de una a otra o de uno a otro. Esta es la inseguridad del amor, que no es seguro: es el amor «a prueba». Y podríamos continuar… También vosotros os halláis en contacto con esta realidad que no podéis ignorar.
Sabemos que todo esto puede satisfacer algún deseo, crear alguna emoción, pero al final es una alegría que permanece en la superficie, no baja a lo íntimo, no es una alegría íntima: es la euforia de un momento que no hace verdaderamente feliz. La alegría no es la euforia de un momento: ¡es otra cosa!
La verdadera alegría no viene de las cosas, del tener, ¡no! Nace del encuentro, de la relación con los demás, nace de sentirse aceptado, comprendido, amado, y de aceptar, comprender y amar; y esto no por el interés de un momento, sino porque el otro, la otra, es una persona. La alegría nace de la gratuidad de un encuentro. Es escuchar: «Tú eres importante para mí», no necesariamente con palabras. Esto es hermoso… Y es precisamente esto lo que Dios nos hace comprender. Al llamaros, Dios os dice: «Tú eres importante para mí, te quiero, cuento contigo». Jesús, a cada uno de nosotros, nos dice esto. De ahí nace la alegría. La alegría del momento en que Jesús me ha mirado. Comprender y sentir esto es el secreto de nuestra alegría. Sentirse amado por Dios, sentir que para él no somos números, sino personas; y sentir que es él quien nos llama. Convertirse en sacerdote, en religioso o religiosa no es ante todo una elección nuestra. No me fío del seminarista o de la novicia que dice: «He elegido este camino». ¡No me gusta esto! No está bien. Más bien es la respuesta a una llamada y a una llamada de amor. Siento algo dentro que me inquieta, y yo respondo sí. En la oración, el Señor nos hace sentir este amor, pero también a través de numerosos signos que podemos leer en nuestra vida, a través de numerosas personas que pone en nuestro camino. Y la alegría del encuentro con él y de su llamada lleva a no cerrarse, sino a abrirse; lleva al servicio en la Iglesia. Santo Tomás decía bonum est diffusivum sui —no es un latín muy difícil—, el bien se difunde. Y también la alegría se difunde. No tengáis miedo de mostrar la alegría de haber respondido a la llamada del Señor, a su elección de amor, y de testimoniar su Evangelio en el servicio a la Iglesia. Y la alegría, la verdad, es contagiosa; contagia… hace ir adelante. En cambio, cuando te encuentras con un seminarista muy serio, muy triste, o con una novicia así, piensas: ¡hay algo aquí que no está bien! Falta la alegría del Señor, la alegría que te lleva al servicio, la alegría del encuentro con Jesús, que te lleva al encuentro con los otros para anunciar a Jesús. ¡Falta esto! No hay santidad en la tristeza, ¡no hay! Santa Teresa —hay tantos españoles aquí que la conocen bien— decía: «Un santo triste es un triste santo». Es poca cosa… Cuando te encuentras con un seminarista, un sacerdote, una religiosa, una novicia con cara larga, triste, que parece que sobre su vida han arrojado una manta muy mojada, una de esas pesadas… que te tira al suelo… ¡Algo está mal! Pero por favor: ¡nunca más religiosas y sacerdotes con «cara avinagrada», ¡nunca más! La alegría que viene de Jesús. Pensad en esto: cuando a un sacerdote —digo sacerdote, pero también un seminarista—, cuando a un sacerdote, a una religiosa, le falta la alegría, es triste; podéis pensar: «Pero es un problema psiquiátrico». No, es verdad: puede ser, puede ser, esto sí. Sucede: algunos, pobres, enferman… Puede ser. Pero, en general, no es un problema psiquiátrico. ¿Es un problema de insatisfacción? Sí. Pero, ¿dónde está el centro de esta falta de alegría? Es un problema de celibato. Os lo explico. Vosotros, seminaristas, religiosas, consagráis vuestro amor a Jesús, un amor grande; el corazón es para Jesús, y esto nos lleva a hacer el voto de castidad, el voto de celibato. Pero el voto de castidad y el voto de celibato no terminan en el momento del voto, van adelante… Un camino que madura, madura, madura hacia la paternidad pastoral, hacia la maternidad pastoral, y cuando un sacerdote no es padre de su comunidad, cuando una religiosa no es madre de todos aquellos con los que trabaja, se vuelve triste. Este es el problema. Por eso os digo: la raíz de la tristeza en la vida pastoral está precisamente en la falta de paternidad y maternidad, que viene de vivir mal esta consagración, que, en cambio, nos debe llevar a la fecundidad. No se puede pensar en un sacerdote o en una religiosa que no sean fecundos: ¡esto no es católico! ¡Esto no es católico! Esta es la belleza de la consagración: es la alegría, la alegría…
No quisiera hacer avergonzar a esta santa religiosa [se dirige a una religiosa anciana en la primera fila], que estaba delante de la valla, pobrecita, y estaba propiamente sofocada, pero tenía una cara feliz. Me ha hecho bien mirar su cara, hermana. Quizás usted tenga muchos años de vida consagrada, pero usted tiene ojos hermosos, usted sonreía, usted no se quejaba de esta presión… Cuando encontráis ejemplos como este, muchos, muchas religiosas, muchos sacerdotes que son felices, es porque son fecundos, dan vida, vida, vida… Esta vida la dan porque la encuentran en Jesús. En la alegría de Jesús. Alegría, ninguna tristeza, fecundidad pastoral.
Para ser testigos felices del Evangelio es necesario ser auténticos, coherentes. Y esta es otra palabra que quiero deciros: autenticidad. Jesús reprendía mucho a los hipócritas: hipócritas, los que piensan por debajo, los que tienen —para decirlo claramente— dos caras. Hablar de autenticidad a los jóvenes no cuesta, porque los jóvenes —todos— tienen este deseo de ser auténticos, de ser coherentes. Y a todos vosotros os fastidia encontraros con sacerdotes o religiosas que no son auténticos.
Esta es una responsabilidad, ante todo, de los adultos, de los formadores. Es vuestra, formadores, que estáis aquí: dar un ejemplo de coherencia a los más jóvenes. ¿Queremos jóvenes coherentes? ¡Seamos nosotros coherentes! De lo contrario, el Señor nos dirá lo que decía de los fariseos al pueblo de Dios: «Haced lo que digan, pero no lo que hacen». Coherencia y autenticidad.
Pero también vosotros, por vuestra parte, tratad de seguir este camino. Digo siempre lo que afirmaba san Francisco de Asís: Cristo nos ha enviado a anunciar el Evangelio también con la palabra. La frase es así: «Anunciad el Evangelio siempre. Y, si fuera necesario, con las palabras». ¿Qué quiere decir esto? Anunciar el Evangelio con la autenticidad de vida, con la coherencia de vida. Pero en este mundo en el que las riquezas hacen tanto mal, es necesario que nosotros, sacerdotes, religiosas, todos nosotros, seamos coherentes con nuestra pobreza. Pero cuando te das cuenta de que el interés prioritario de una institución educativa o parroquial, o cualquier otra, es el dinero, esto no hace bien. ¡Esto no hace bien! Es una incoherencia. Debemos ser coherentes, auténticos. Por este camino hacemos lo que dice san Francisco: predicamos el Evangelio con el ejemplo, después con las palabras. Pero, antes que nada, es en nuestra vida donde los otros deben leer el Evangelio. También aquí sin temor, con nuestros defectos que tratamos de corregir, con nuestros límites que el Señor conoce, pero también con nuestra generosidad al dejar que él actúe en nosotros. Los defectos, los límites y —añado algo más— los pecados… Querría saber una cosa: aquí, en el aula, ¿hay alguien que no es pecador? ¡Alce la mano! ¡Alce la mano! Nadie. Nadie. Desde aquí hasta el fondo… ¡todos! Pero, ¿cómo llevo mi pecado, mis pecados? Quiero aconsejaros esto: sed transparentes con el confesor. Siempre. Decid todo, no tengáis miedo. «Padre, he pecado». Pensad en la samaritana, que para tratar de decir a sus conciudadanos que había encontrado al Mesías, dijo: «Me ha dicho todo lo que hice», y todos conocían la vida de esa mujer. Decir siempre la verdad al confesor. Esta transparencia nos hará bien, porque nos hace humildes, a todos. «Pero padre, he persistido en esto, he hecho esto, he odiado»…, cualquier cosa. Decir la verdad, sin esconder, sin medias palabras, porque estás hablando con Jesús en la persona del confesor. Y Jesús sabe la verdad. Solamente Él te perdona siempre. Pero el Señor quiere solamente que tú le digas lo que Él ya sabe. ¡Transparencia! Es triste cuando uno se encuentra con un seminarista, con una religiosa, que hoy se confiesa con éste para limpiar la mancha; y mañana con otro, con otro y con otro: una peregrinatio a los confesores para esconder su verdad. ¡Transparencia! Es Jesús quien te está escuchando. Tened siempre esta transparencia ante Jesús en el confesor. Pero ésta es una gracia. Padre, he pecado, he hecho esto, esto y esto… letra por letra. Y el Señor te abraza, te besa. Ve, y ya no peques. ¿Y si vuelves? Otra vez. Lo digo por experiencia. Me he encontrado con muchas personas consagradas que caen en esta trampa hipócrita de la falta de transparencia. «He hecho esto», con humildad. Como el publicano, que estaba en el fondo del templo: «He hecho esto, he hecho esto…». Y el Señor te tapa la boca: es Él quien te la tapa. Pero no lo hagas tú. ¿Habéis comprendido? Del propio pecado, sobreabunda la gracia. Abrid la puerta a la gracia, con esta transparencia.
Los santos y los maestros de la vida espiritual nos dicen que para ayudar a hacer crecer la autenticidad en nuestra vida es muy útil, más aún, es indispensable, la práctica diaria del examen de conciencia. ¿Qué sucede en mi alma? Así, abierto, con el Señor y después con el confesor, con el padre espiritual. Es muy importante esto.
¿Hasta qué hora, monseñor Fisichella, tenemos tiempo?
[Monseñor Fisichella: si usted habla así, estaremos aquí hasta mañana, absolutamente]
Pero él dice hasta mañana… Que os traiga un sándwich y una Coca Cola a cada uno, si es hasta mañana, por lo menos…
La coherencia es fundamental, para que nuestro testimonio sea creíble. Pero no basta; también se necesita preparación cultural, preparación intelectual, lo remarco, para dar razón de la fe y de la esperanza. El contexto en el que vivimos pide continuamente este «dar razón», y es algo bueno, porque nos ayuda a no dar nada por descontado. Hoy no podemos dar nada por descontado. Esta civilización, esta cultura… no podemos. Pero, ciertamente, es también arduo, requiere buena formación, equilibrada, que una todas las dimensiones de la vida, la humana, la espiritual, la dimensión intelectual con la pastoral. En la formación vuestra hay cuatro pilares fundamentales: formación espiritual, o sea, la vida espiritual; la vida intelectual, este estudiar para «dar razón»; la vida apostólica, comenzar a ir a anunciar el Evangelio; y, cuarto, la vida comunitaria. Cuatro. Y para esta última es necesario que la formación se realice en la comunidad, en el noviciado, en el priorato, en los seminarios… Pienso siempre esto: es mejor el peor seminario que ningún seminario. ¿Por qué? Porque es necesaria esta vida comunitaria. Recordad los cuatro pilares: vida espiritual, vida intelectual, vida apostólica y vida comunitaria. Estos cuatro. En estos cuatro debéis edificar vuestra vocación.
Y querría destacar la importancia, en esta vida comunitaria, de las relaciones de amistad y de fraternidad, que son parte integrante de esta formación. Llegamos a otro problema. ¿Por qué digo esto: relaciones de amistad y de fraternidad? Muchas veces me he encontrado con comunidades, con seminaristas, con religiosos, o con comunidades diocesanas donde las jaculatorias más comunes son las murmuraciones. ¡Es terrible! Se despellejan unos a otros… Y este es nuestro mundo clerical, religioso… Disculpadme, pero es común: celos, envidias, hablar mal del otro. No sólo hablar mal de los superiores, ¡esto es clásico! Pero quiero deciros que es muy común, muy común. También yo caí en esto. Muchas veces lo hice. Y me avergüenzo. Me avergüenzo de esto. No está bien hacerlo: ir a murmurar. «Has oído… Has oído…». Pero es un infierno esa comunidad. Esto no está bien. Y por eso es importante la relación de amistad y de fraternidad. Los amigos son pocos. La Biblia dice esto: los amigos, uno, dos… Pero la fraternidad, entre todos. Si tengo algo con una hermana o con un hermano, se lo digo en la cara, o se lo digo a aquel o a aquella que puede ayudar, pero no lo digo a otros para «ensuciarlo». Y las murmuraciones son terribles. Detrás de las murmuraciones, debajo de las murmuraciones hay envidias, celos, ambiciones. Pensad en esto. Una vez oí hablar de una persona que, después de los ejercicios espirituales, una persona consagrada, una religiosa… ¡Esto es bueno! Esta religiosa había prometido al Señor no hablar nunca mal de otra religiosa. Este es un hermoso, un hermoso camino a la santidad. No hablar mal de los otros. «Pero padre, hay problemas…». Díselos al superior, díselos a la superiora, díselos al obispo, que puede remediar. No se los digas a quien no puede ayudar. Esto es importante: ¡fraternidad! Pero dime, ¿hablarías mal de tu mamá, de tu papá, de tus hermanos? Jamás. ¿Y por qué lo haces en la vida consagrada, en el seminario, en la vida presbiteral? Solamente esto: pensad, pensad. ¡Fraternidad! Este amor fraterno.
Pero hay dos extremos; en este aspecto de la amistad y de la fraternidad, hay dos extremos: tanto el aislamiento como la disipación. Una amistad y una fraternidad que me ayuden a no caer ni en el aislamiento ni en la disipación. Cultivad las amistades, son un bien precioso; pero deben educaros no en la cerrazón, sino en la salida de vosotros mismos. Un sacerdote, un religioso, una religiosa jamás pueden ser una isla, sino una persona siempre dispuesta al encuentro. Las amistades, además, se enriquecen con los diversos carismas de vuestras familias religiosas. Es una gran riqueza. Pensemos en las hermosas amistades de muchos santos.
Creo que debo cortar un poco, porque vuestra paciencia es grande.
[Seminaristas: «¡Noooo!»]
Querría deciros: salid de vosotros mismos para anunciar el Evangelio, pero, para hacerlo, debéis salir de vosotros mismos para encontrar a Jesús. Hay dos salidas: una hacia el encuentro con Jesús, hacia la trascendencia; la otra, hacia los demás para anunciar a Jesús. Estas dos van juntas. Si haces solamente una, no está bien. Pienso en la madre Teresa de Calcuta. Era audaz esta religiosa… No tenía miedo a nada, iba por las calles… Pero esta mujer tampoco tenía miedo de arrodillarse, dos horas, ante el Señor. No tengáis miedo de salir de vosotros mismos en la oración y en la acción pastoral. Sed valientes para rezar y para ir a anunciar el Evangelio.
Querría una Iglesia misionera, no tan tranquila. Una hermosa Iglesia que va adelante. En estos días han venido muchos misioneros y misioneras a la misa de la mañana, aquí, en Santa Marta, y cuando me saludaban, me decían: «Pero yo soy una religiosa anciana; hace cuarenta años que estoy en el Chad, que estoy acá, que estoy allá…». ¡Qué hermoso! Pero, ¿tú entiendes que esta religiosa ha pasado estos años así, porque nunca ha dejado de encontrar a Jesús en la oración? Salir de sí mismos hacia la trascendencia, hacia Jesús en la oración, hacia la trascendencia, hacia los demás en el apostolado, en el trabajo. Dad una contribución para una Iglesia así, fiel al camino que Jesús quiere. No aprendáis de nosotros, que ya no somos tan jóvenes; no aprendáis de nosotros el deporte que nosotros, los viejos, tenemos a menudo: ¡el deporte de la queja! No aprendáis de nosotros el culto de la «diosa queja». Es una diosa… siempre quejosa. Al contrario, sed positivos, cultivad la vida espiritual y, al mismo tiempo, id, sed capaces de encontraros con las personas, especialmente con las más despreciadas y desfavorecidas. No tengáis miedo de salir e ir contra la corriente. Sed contemplativos y misioneros. Tened siempre a la Virgen con vosotros en vuestra casa, como la tenía el apóstol Juan. Que ella siempre os acompañe y proteja. Y rezad también por mí, porque también yo necesito oraciones, porque soy un pobre pecador, pero vamos adelante.
Muchas gracias, no veremos de nuevo mañana. Y adelante, con alegría, con coherencia, siempre con la valentía de decir la verdad, la valentía de salir de sí mismo para encontrar a Jesús en la oración y salir de sí mismo para encontrar a los otros y darles el Evangelio. Con fecundidad pastoral. Por favor, nos seáis «solteras» y «solteros». ¡Adelante!
Ahora, decía monseñor Fisichella, que ayer rezasteis el Credo, cada uno en su propia lengua. Pero somos todos hermanos, tenemos un mismo Padre. Ahora, cada uno en su propia lengua, rece el Padrenuestro. Recemos el Padrenuestro.
[Rezo del Padrenuestro]
Y también tenemos una Madre. En nuestra propia lengua, recemos el Avemaría.
[Rezo del Avemaría]
No hay comentarios:
Publicar un comentario